El 11 de febrero de 2013, el papa Benedicto XVI anunció ante los cardenales reunidos en la Sala Clementina que renunciaba a su pontificado, una decisión que conmocionó al mundo y que cambiaría la historia de la Iglesia.
Cristina Cabrejas/EFE
Los purpurados estaban convocados a las 9.00 de la mañana para escuchar las comunicaciones del papa sobre tres causas de canonización, pero Benedicto XVI con voz débil y cargada de emoción pronunció 22 renglones en latín que cayeron como “un rayo en el cielo sereno”, como dijo el decano de los cardenales, Angelo Sodano.
“Siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma”, pronunció en latín Joseph Ratzinger dejando helados a los purpurados.
El papa había iniciado su discurso sabiendo que su decisión sería “de gran importancia para la vida de la Iglesia”.
“Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”, dijo Benedicto XVI, que cumpliría en abril 86 años.
Tras el discurso, recibió el abrazo del cardenal Sodano y se retiró a sus aposentos en el palacio pontificio, donde, aseguran, no pudo ocultar la emoción y lloró ante una decisión sorprendente, sin precedentes en la historia moderna de la Iglesia, y tomada con total autonomía y absoluta soledad.
Mientras aún reinaba el silencio entre los purpurados, la noticia saltó al mundo gracias a Giovanna Chirri, vaticanista de la agencia ANSA quien, debido a sus conocimientos en latín, al oír la fórmula “ingravescente aetate” (por la avanzada edad) y la fecha del 28 de febrero se imaginó lo que estaba pasando.
“Sí, entendiste bien. El papa renuncia”, le confirmó el portavoz de la oficina de prensa del Vaticano, Federico Lombardi.
Y la noticia dio la vuelta al mundo.
En la Plaza de San Pedro, romanos, turistas y curiosos expresaban su asombro por el gesto del pontífice, y muchos dejaban entrever su conmoción ante la “seguramente sufrida decisión” de Ratzinger.
Se suspendieron todas las actividades y el papa alemán quedó en espera de que su renuncia se hiciese efectiva el 28 de febrero, limando sólo los detalles junto al Vaticano de cómo se gestionaría la inédita situación que se había creado.
Joseph Ratzinger meditaba desde hace tiempo su decisión e incluso lo había preanunciado en el libro-entrevista “Luz del mundo” (2010) del periodista Peter Seewald.
“Cuando un Papa llega a la clara conciencia de no ser más capaz física, mental y espiritualmente de desarrollar el cargo que le ha sido encomendado, entonces tiene el derecho, y en algunas circunstancias también el deber, de renunciar”, había dicho Benedicto XVI, pero nadie lo había tomado en consideración.
Siempre se había valorado la imagen de Juan Pablo II, que como recordaba siempre su histórico secretario, el cardenal polaco Stanislaw Dziwisz, “nunca se bajó de la cruz”, por lo que el gesto de Ratzinger, al que se le veía en buen estado de salud y en plenas facultades intelectuales, desató hipótesis y comentarios de todo tipo.
“No teníamos libro de jugadas, escrituras, notas o material sobre qué pasaría porque poco se sabía de la última decisión de renuncia voluntaria, la del monje benedictino Pietro de Morrone, que más tarde sería el Papa Celestino V y que abrumado por las exigencias renunció después de cinco meses de pontificado en 1294”, explicó en un reciente articulo el padre estadounidense Thomas Rosica.
Rosica, una de las personas que se ocuparon de informar en Sala de Prensa de la Santa Sede durante todo el periodo de la llamada Sede Vacante, no entra en el mérito de la decisión, pero explica que Benedicto XVI ha dejado el mensaje de que “no se puede estar encadenado a la historia”.
Y destacó como “un hombre que ha sido considerado el paladín de la tradición y que ha llevado la etiqueta de ‘conservador’, nos dejó con uno de los gestos más progresistas hechos por cualquier papa”.
En la noche del día de la renuncia se desencadenó un fuerte temporal en Roma, la fotografía de Alessandro Di Meo de un rayo que caía sobre la cúpula del Vaticano -como en las palabras de Sodano- se convirtió en otro de los símbolos de una de las decisiones que marcaron la historia. EFE