De la película también destaca otra diferencia demoledora a la que el Gobierno le saca al cuerpo. En los tiempos de Chávez, unas cuantas pocas balas percutidas bastaban para disolver las concentraciones de sus adversarios. Solo una exigua dosis de pólvora servía entonces para neutralizar las protestas y devolver a la gente a sus casas. Tampoco se requería el enjambre de matones que hoy disparan sembrando el terror y buscando la rendición de los indignados: aquel Gouveia solitario de la plaza Altamira, se ha multiplicado por cientos, en lo que representa una prueba incontestable del rendimiento decreciente que está teniendo la inoculación del miedo.
La violencia masiva usada por estos días no ha provocado el retiro de los manifestantes, tal como solía ocurrir cuando Chávez “ejemplarizaba” a sus oponentes con acciones puntuales que ocasionaban su inmediata y aterrada inhibición. Quienes hoy protestan no lucen dispuestos a renunciar, ni aún bajo la lluvia de plomo a la que están siendo sometidos. La represión se ha sumado al largo inventario de razones para seguir en la calle. Es la virulenta represión estatal la que insufla el sentido de urgencia de los venezolanos descontentos. Para ellos, luchar no es una opción, sino una necesidad que toca el instinto de conservación.
Al tratar a la oposición como un “foco infeccioso” que contamina a la sociedad, Maduro y “la sucesión” han colocado las cosas en un terreno donde el dilema es disolvente: “o son ustedes, o somos nosotros”. Y eso es lo que viene ahora: una lucha por la sobrevivencia; una batalla donde todos tratarán de evitar su exterminio. Una tragedia