¿Por qué? ¿Hasta cuándo? Son preguntas que se hacen ciudadanos de todas las tendencias.
Cuando Nicolás Maduro se encaramó en Miraflores a través de una maniobra fraudulenta que le sustrajo el triunfo a Henrique Capriles, como toda la oposición denunció en su momento, tuvo dos opciones: la apertura o la represión; la primera en el caso de que quisiera moderar la catástrofe económica y social mediante el diálogo real; la violenta, en caso de que no quisiera o pudiera moverse de sus reductos político-ideológicos extremos. Maduro hizo un amago que se detuvo abruptamente; luego recurrió al insulto invariable hacia sus enemigos y frenó las sonrisitas pícaras que Nelson Merentes hacía a los empresarios, sobre la base de la promesa de cambiar, pero “que le dieran un tiempito y no declararan tanto”.
¿Por qué Maduro no avanzó en la apertura que algunos de sus gestos sugerían? La hipótesis más plausible es que los grupos extremistas, tanto de “la derecha endógena” que presidiría el capitán Diosdado Cabello como la izquierda exógena, proteica, gritona y armada, no le permitieron moverse de lo que -según sus censores rojos- “habría hecho Chávez”. No se paralizó con desgano y recomenzó la nueva etapa de intransigenciamortífera. Lo hizo, sin embargo, en condiciones diferentes a las que tocó vivir a su mentor, autor de una paternidad política tan absurda como irresponsable: la botija estaba, si no vacía, extenuada de tanto manoseo de camaradas, boliburgueses, bolichicos, bolichulos y otros parásitos. La escasez le estalló en la cara a un Maduro sorprendido de la falta de obediencia de la economía a sus caprichos; no alcanzaba a comprender que para gastar hay que tener ingresos porque los “vales”, los fiados y los apretones de mano con promesa de pago, no funcionan en la economía contemporánea; apenas la trampa de corta vida de imprimir billetes sin respaldo.
El telón de fondo de la escasez es el crimen callejero desatado. Los venezolanos saben de esto, ya no por las noticias de periódicos y radios, sino por la dolorosísima experiencia propia o de alguien cercano. La escasez y el crimen entraron en las casas; la escasez preside las mesas mientras el crimen trepa por los muros de casas y edificios, cuando no se atraviesa al vehículo o serpentea en el autobús.
La escasez y el crimen cotidiano condensan la fuente de las rabias, democratizadas por la sórdida incompetencia del régimen. No sabían cómo resolver estos asuntos, a pesar de los planes y programas, porque ambos temas necesitan amplios consensos nacionales que incluyen a los factores de la producción -tenidos como enemigos-, a la oposición en todas sus ramas y facetas -también como enemigos- y la recomposición institucional (Fiscalía, Defensoría del Pueblo, Contraloría, Poder Judicial y, muy especialmente, del CNE) para crear un clima de honradez y decencia en el país. Hoy el Plan Patria Segura yace en la morgue de promesas rojas y la fórmula mágica para proveer dólares en el Panteón de las Ocurrencias Fallidas.
PLAN, PLOMO Y PRISIÓN. Ante un panorama tan desolador como el referido, Nicolás Maduro podría haber reflotado la idea del diálogo con un mínimo de seriedad. El diálogo debía ser en un espacio neutral, y el régimen no puede construir su muñeco opositor para empezar a dialogar con él. Los representantes opositores tendrían que ser los dirigentes genuinos de las fuerzas democráticas; Maduro tendría que dar muestras palpables de que quiere dialogar con medidas como la liberación de Leopoldo López, de los estudiantes y los presos políticos, así como el enjuiciamiento de los asesinos que han actuado desde el 12 de febrero en adelante y destitución de sus jefes, entre otras medidas; y, finalmente llegar a una agenda convenida. En cuanto a los interlocutores no pueden ser representantes que no representan a nadie, sino los dirigentes estudiantiles y, en el campo político, al menos figuras como L. López, María C. Machado, A. Ledezma, H. Capriles y Ramón G. Aveledo, también los diputados opositores, entre otros relevantes. Si hubiese condiciones para el diálogo genuino habría que impulsarlo; no mientras sea esta farsa.
En el momento de escribir este texto, el camino de un eventual diálogo ha sido sustituido por la mascarada que se conoce. Su lugar lo ha tomado la represión. La más brutal ejercida por quienes se llenaban la boca con la “defensa” de derechos humanos, quienes enarbolaban las banderas de la rebelión social, quienes hicieron de la protesta su religión atea.
Esta represión no es signo de fortaleza sino de extrema debilidad y de tanto aprisionar a los demócratas, a los estudiantes, a los jóvenes, Maduro ha terminado como prisionero de los cuerpos represivos que comanda: no puede vivir sin ellos, no porque lo tumben, sino porque se cae. El recurso a los colectivos es la entrega del alma al diablo; con ellos logra reprimir sin medida y sin que nadie responda por los crímenes pero, al mismo tiempo, los militares y la policía se retiran parcialmente de la labor represiva en la cual unos cuantos oficiales y guardias nacionales se han envilecido hasta el asco.
Maduro se colocó en la situación en la que para permanecer en el cargo que usurpa tiene que seguir con la represión e incrementarla. Cuando se le agoten las municiones, se fatiguen los represores o se produzca desacato de sus órdenes ilegales, será el momento de la partida. Por lo tanto, no es audaz imaginar una transición pacífica debatida entre las fuerzas democráticas y factores del chavismo, que aunque sean tuertos tengan alguna ventaja en ese país de los ciegos ideológicos.
LA CALLE. Nadie jefea la calle. Ha sido el resultado de una confluencia de factores, varios de ellos fortuitos y otros estructurales. Como todo proceso social vive inmensas contradicciones, por eso es que el pensamiento “políticamente correcto” suele fallar, como si las barricadas estuviesen diseñadas por un alto mando radical, del cual es una papaya deslindarse. Así como el Gobierno inventa su propia oposición; los mandarines inventan sus radicales para caerles a porrazos.
Los mejores métodos son los no violentos. Las barricadas -salvo cuando son para defenderse de una agresión policial, militar o paramilitar, ahora desatada- no suman sino que restan. Sin embargo, la vía del convencimiento es la mejor, antes que denigrar de los jóvenes que las usan, a veces más como instrumento de comunicación (e incomunicación) en la búsqueda de una solución inmediata a la tragedia nacional. Ha quedado demostrado que en la medida en la cual los dirigentes convocan con sentido más inclusivo, las manifestaciones combativas y pacíficas sobrepasan los combates de trincheras, circunstanciales y desventajosos, con los represores.
En medio de la humareda, dirección y organización son nuestras primeras necesidades.
Twitter @carlosblancog