Juan de Dios es un muchacho sano, alto, agradable, educado desde la humildad del cultivo y la promesa de la cosecha en un pueblito de Guárico. Baila, canta, lee poesía y estudia sociología, una de esas ciencias raras que pretende comprender la incomprendida vida del tumulto. Se fue a la capital cargado de sueños, queriendo volver para traer el sustento a una familia que mucho necesita.
Salió a protestar el día de la juventud. Al igual que sus compañeros de clases, la inseguridad le tocó muy de cerca. Apenas en enero le habían robado todo en un autobús y veía con estupor que mientras asesinaban a estudiantes dentro de sus propias casas de estudio, el pueblo se mantenía en colas interminables sufriendo por la escasez y el desabastecimiento.
En la marcha se armó una trifulca, llegaron disociados armados y grupos antimotines. Los dos lados de la violencia: la oficial (GNB y policía) y la paramilitar (colectivos). Perdió el equilibrio, cayó al piso. Al levantarse sólo notó un destello blanco y un ardor insuperable en el rostro. Vuelve a caer, ahora sí inconsciente.
Despierta en una camilla, no hay visión por el ojo izquierdo. El dolor es intenso. Está esposado. No sabe qué ocurre. Sin teléfono ni morral ni cartera. ¿A quién le comunica su desgracia? Llegan dos reservistas de las Fuerzas Armadas. Se lo llevan sin más.
Entiende su situación al pisar la celda, vendado, con la franela empapada en sangre y múltiples moretones. No le permiten hablar con nadie. No sabe de su madre, amigos y demás estudiantes. Lo mantienen ahí, a oscuras. 25 largos días. ¿Su delito? Emprender, estudiar, soñar, alzar su voz, gritar la verdad, caminar con un cartel exigiendo justicia y soluciones a la crisis venezolana.
Sale de prisión en medio de protestas. Al fin ve a su madre, la siente, llora, sufre con ella la desventura de ser una nueva víctima de la dictadura. Su padre no está, nunca estuvo. Se regresan en el primer autobús a Guárico, directo a casa del médico amigo de la familia. Es poca la esperanza, no tendrá más visión en ese ojo. La bomba lacrimógena destrozó nervios benditos.
Al pasar las semanas se mantiene desde casa colaborando con su causa. Escribe, diseña panfletos, organiza reuniones y asambleas populares. Juan de Dios es un activista, un hijo de la lucha por la democracia. Apenas 20 años. No se dará por vencido. Reiniciará clases el próximo semestre. Quiere ver su país mejor, quiere que toda la sociedad se vuelque a poner su granito de arena ante el desastre de la dictadura.
Dos meses después, Juan de Dios es uno de los millones de jóvenes que llora la caída de 42 personas en tres meses de protestas. Más de tres mil detenidos y setenta torturados. Quiebra fiscal del país, no hay dinero, alimentos, medicinas, repuestos. La calle, la participación, el acompañamiento de la gente, la protesta, es el único camino a la justicia, a la historia. Unidad real, esa deuda que nos tenemos pendiente.
En 2011 el periodista Ramón Hernández publicó “Contra el olvido”, un libro de conversaciones con el ilustre Simón Alberto Consalvi. En sus páginas comentaba mucho de lo que hoy sucede: “Cuando la resistencia sea fuerte, llegarán las torturas (…) Cuando haya una enérgica resistencia, la tortura y la muerte estarán presentes (…) En Cuba sólo existe lo que dejó Batista y los gobiernos anteriores. La revolución no construyó nada. Aquí se caerá el puente sobre el Lago de Maracaibo, se abandonará la infraestructura y el dinero del petróleo se usará para la sobrevivencia, para comprar alimentos y medicinas a las mafias internacionales”.
Ángel Arellano
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