Si tan sólo fuera una crisis económica el país no experimentaría esta angustia tan honda. Al fin y al cabo, los problemas financieros siempre pueden resolverse en períodos relativamente cortos. Por más dolorosos que lleguen a ser, los ajustes en esa materia terminan dando resultados más o decorosos… Sin embargo, todo nos va indicando que no estamos delante de complicaciones tan sencillas de remediar. El miedo con que transcurren nuestros días es producto de la degradación que a diario atestiguamos con asombro.
Lo que nos aqueja trasciende al pesar que nos causa nuestro violento empobrecimiento. Trasciende a la inquietud por la ineficiencia gubernamental, a la ruina de la clase media y a las complicaciones que se le han ido añadiendo al conjunto de calamidades con las cuales conviven nuestros cinturones de miseria. La decadencia en la que estamos envueltos lo ha tocado todo: Venezuela está hundida bajo un acopio de escombros, donde yacen los restos de un Estado desmoronado, cuya ausencia nos está condenando a la barbarie; al salvajismo que, en lo cotidiano, se expresa de múltiples formas y con toda su saña. Hace años, un amigo advertía que la desestructuración del arbitraje estatal -previsible desde los primeros pinitos del “proceso”- nos dejaría hasta sin semáforos. La imagen describía el gran caos que ahora mismo prospera entre nosotros, y cuyos rasgos se asemejan a la estela devastadora que los huracanes van dejando tras su paso.
La paradoja del Estado híperpoderoso, que limita cualquier derecho civil, contrasta con ese otro que reposa convertido en despojo, aplastado y sin capacidad de administrar mínimamente nada de cuanto le atañe. La autoridad no existe entre nosotros, salvo para recordarnos la altanería con que disfrutan y ejercen el poder. Pero la mutación que vamos siendo escapa de la mirada de la clase política dominante, cuya actuación nos confirma cada minuto cuán desconectada se halla hoy de las entrañas de la sociedad. El monstruo que ha surgido a la luz del experimento revolucionario está fuera de todo control y no será doblegable, a menos que se imponga la racionalidad de un acuerdo nacional de amplia aspiración histórica. Uno donde las ideologías, con todos sus tartajeos inútiles, tendrían que engavetarse para detener este pavoroso círculo de destrucción.
Los ciudadanos deben imponerle al gobierno la necesidad de un diálogo auténtico y sin propósitos ocultos; de uno distinto del que hemos presenciado. De un diálogo ambicioso, escrito en mayúsculas, para encarar al engendro que amenaza a la nación. A la revolución hay que obligarle a aguzar la mirada, hay que forzarle a que vea la dimensión exacta del desastre. Hay que exigirle y mostrar humildad. No deberíamos desechar esa quimera.