El monstruo emblemático de esa aberración fue Antoine Quentin Fouquier de Tanville, quien pasó de ser un oscuro abogado de provincia en la Francia monárquica a todopoderoso fiscal acusador del Tribunal Revolucionario, la instancia creada el 10 de marzo de 1793 para defender al régimen revolucionario de sus enemigos. Durante su corto ejercicio (terminó el 1° de agosto de 1794) fue un tipo muy trabajador, extraordinariamente eficiente y no menos despiadado. Fue muy activo durante el terrorífico mandato de Maximilien Robespierre y su Comité de Salud Pública, ante quienes rendía cuenta.
Fue el acusador público e hizo llevar a la guillotina a Charlotte de Corday, a la reina María Antonieta, a Danton y sus seguidores (entre ellos a su primo Camille Desmoulins, quien lo rescatara de la miseria prerrevolucionaria), a los diputados girondinos y, sin que le temblara el pulso, llegado su sábado, fue también acusador de Robespierre, Saint Just y demás miembros del comité. Aunque ese último “servicio” a la revolución no lo salvara y fuese llevado a juicio por el mismo Tribunal Revolucionario del que fue gran figura.
Su juicio se llevó a cabo en marzo de 1795. Se le acusó de haber llevado a juicio a personas sin siquiera identificarlas; de acumular todas las causas de innumerables reos en la misma acta de acusación y de implicarlos en el mismo delito; de juzgar y ejecutar a personas sin que hubiera contra ellas ningún acta de acusación; de haber condenado muerte a cientos de ciudadanos sin que se les hubiera juzgado ni condenado; de hacer ejecutar personas en sustitución de otras que sí habían sido condenadas, y de ejecutar a otros muchos sin que hubiese siquiera constancia de juicio alguno.
Su defensa fue clásica para el caso y se ha repetido hasta el cansancio: “No soy yo quien debería estar aquí, sino los jefes que me dieron las órdenes que yo ejecuté. Yo no actué más que en virtud de las leyes dadas por una Convención investida con todos los poderes”. Su ejecución, como fue la de Robespierre en su oportunidad, fue particularmente cruel. En una especie de condena adicional a la muerte en la guillotina, se le reservó el último lugar de los ajusticiados del día, que fueron dieciséis.
Ocurrió igual en la revolución bolchevique y con la insurgencia del nazismo en Alemania. Andréi Vyshinski fue el ideólogo de la legalidad soviética. El hombre que borró la presunción de inocencia y consideró el derecho como una herramienta en la lucha de clases. Fue el fiscal de Stalin de las grandes purgas a los traidores al partido y la revolución y fue premiado con cargos y distinciones de todo tipo. Al final, parece que no le alcanzaron y caído el estalinismo se suicidó.
Su colega alemán Roland Freisler, aunque parezca mentira, pudo haber sido aún más monstruoso. Baste decir que fue presidente del Tribunal del Pueblo y que condenó a muerte –previa vejación que pasaba por quitarles los cinturones y esposar a los prisioneros para que se les cayeran los pantalones– y con sentencias escritas previamente a más de 90% de sus enjuiciados, entre ellos a estudiantes adolescentes por repartir en Múnich volantes antinazistas. Introdujo los elementos raciales y étnicos que sirvieron de base legal al exterminio de judíos y otras naciones. Fue además uno de los participantes en la infausta reunión en Wannsee donde se decidió la “solución final”. Murió aplastado por una viga en un bombardeo de Berlín en 1945.
La Venezuela de ahora, la de esta revolución llena de taras de todo tipo, no ha escapado de la lógica que dio nacimiento a Fouquier-Tinville y sus colegas. Al ritmo del desbaratamiento de la institucionalidad jurídica –iniciado con aquella infausta decisión de la Corte Suprema de Justicia que permitió una constituyente prohibida por el texto constitucional–, han ido surgiendo las versiones criollas del monstruo francés.
Algunos aspirantes actúan ideológicamente convencidos, como Freisler y Vyshinski, y parecen muy profesionales en su desempeño, pero detrás de esa fachada se oculta el mediocre que aspira a ser poderoso y gozar de un reconocimiento social que en circunstancias normales no tendría. Hay también una versión mucho más criolla –una fiel al mito de que los venezolanos somos buena vaina–: la del funcionario que por cobardía se niega a ejercer justicieramente su ministerio y por servir a sus amos es capaz de condenar y encarcelar personas inocentes “porque tenía que cuidar mi cargo y garantizarle el sustento a mí familia”.
Entre ambas especies no existe, por supuesto, diferencia ética alguna. Lo bueno de esto es que a pesar de que en diversos episodios de la historia universal se haya negado su existencia, la Justicia, con mayúscula, existe y los responsables de estos desafueros, sea que actúen por convicción o por cobardía, más temprano que tarde reciben la suya.