El poder constituyente es el encargado de diseñar una Constitución. En principio, poder constituyente se refiere a la creación de un orden constitucional, o de un nuevo orden jurídico-político que reemplace al anterior. Además, designa tanto el sujeto como el establecimiento del nuevo sistema, fungiendo como fundamento de validez y legalidad de la misma. Por lo tanto, el poder constituyente siempre se encuentra más allá de la Constitución, ya que es un poder colocado fuera de orden por tener la intención y el poder de reemplazo del orden anterior. Su carácter de supralegalidad es una condición inherente a su función; el no estar predeterminado a dimensión jurídica alguna, convirtiéndose en la más alta expresión de la política, asegura su independencia de presiones a la hora de elaborar un nuevo ordenamiento.
En Estados de cultura liberal-democrática, la Nación se encuentra siempre a la cabeza del poder constituyente, entendida ésta como un grupo de personas integrantes de una comunidad política educada y consciente de su cultura, valores e identidad cívica.
La base argumentativa de todo proceso constituyente no es muy disímil del Contractualismo, cuya esencia radica en un acuerdo político que legitima una forma de convivencia basada en un pacto, estipulado para regular y legitimar las relaciones de poder entre los individuos que integran la sociedad. Dicho acuerdo marcaría el inicio de una nueva estructura civil de organización política que acuerda, entre individuos iguales, la transferencia de su derecho natural de protegerse y hacer justicia por sus propios medios a un tercero; teniendo éste como única obligación la seguridad frente a los peligros de la violencia, la ilegalidad y la criminalidad.
Los procesos constituyentes o contractualistas, son impulsados por la necesidad de reestablecer un orden consensuado entre las partes en conflicto, donde la violencia política no pudo hacerlo.
Se basa en la necesidad de plegarse a una negociación política, no por pacifismo, falso civismo o falsa moral, sino porque la imposición violenta de un grupo no logró su objetivo de obligar a otro a acatar su ideología, estructura de dominación y designios.
Llamar a una Asamblea Nacional Constituyente en Venezuela en las condiciones actuales es un acto de absoluta irresponsabilidad. La nación venezolana ha sido esclavizada por el castro-comunismo, controlando los títeres y usurpadores de todos los poderes públicos, empezando por el ejecutivo que además posee la nacionalidad de otro país. Al estar ellos enquistados en estos poderes, incluyendo el electoral, la garantía de autodeterminación que proviene de los individuos que conforman la sociedad para crear un Poder constituido, libre de ataduras y autónomo para cumplir con su tarea, es sencillamente un espejismo.
No se ha producido todavía un conflicto violento y convencional en Venezuela en el cual las partes se enfrentan; lo que hemos presenciado en los últimos meses responde al monopolio absoluto de la violencia por parte de los comunistas y los traidores que colaboran con ellos, en contra de la mayoría del pueblo venezolano que no ha contestado a estos ataques.
La violencia política ha tenido hasta ahora un solo protagonista: el régimen. Esta desigualdad en la relación de fuerzas, impide de manera absoluta toda concertación, negociación, diálogo o proceso constituyente, pues estaría viciado por el solo hecho de que un bando posee el poder de fuego para imponerse violentamente, mientras que el otro no. Nadie podría garantizarle al bando desarmado que las condiciones preestablecidas para dicho proceso y los resultados del mismo serán respetados y acatados. De manera muy elocuente y sencilla: no se puede jugar poker con revólveres sobre la mesa.
Las instituciones de Venezuela no cuentan con legitimidad y legalidad suficientes que puedan garantizar una igualdad de condiciones en un proceso constituyente. Mientras el Estado se encuentre bajo el dominio de los castrocomunistas, mientras las vedettes de la oposición oficial y fraudulenta sigan interpretando ese rol bajo las batutas del régimen, mientras el comportamiento de una parte de las Fuerzas Armadas responda a las órdenes del invasor y, mientras grupos criminales al servicio del régimen impongan su ley, todo proceso constituyente no será otra cosa sino una nueva farsa electorera legitimadora.
Eventualmente, y sólo después del reestablecimiento del orden constitucional, a través de una reinstitucionalización, donde la ley sea acatada por todos sin distinción de credo político, podría darse una discusión de este tipo.
Todos aquellos que con alevosía piensan en un proceso constituyente para legitimar nuevamente al régimen y reacomodarse tramposamente en el poder, es decir, los déspotas comunistas y los traidores de la oposición, así como aquellos que acostumbran a creer en dispositivos mágicos para la resolución de los conflictos, a través de mecanismos legales cuando lo que más escasea es el respeto a la ley, o sea los ingenuos, colisionarán con una conciencia colectiva que los juzgará a todos por igual bajo el precepto básico de que la ley no admite ignorancia.
Ignorantia juris non excusat. Dura lex, sed lex