Se dice que la muerte llega, realmente, cuando cesa de existir el recuerdo de lo fenecido. El latín es una lengua muerta, en tanto y en cuanto no queda hoy ni una sola nación que conserve el habla corriente de dicha lengua. Sin embargo este idioma, padre de todas nuestras lenguas romance y de la gramática de varias otras, continúa siendo parte integral del acervo cultural y de la memoria histórica de nuestra civilización occidental. Mas no se quiere aquí enfatizar su importancia solo porque el latín sea el idioma tradicional de la ciencia y la filosofía modernas, o de las máximas jurídicas, o de -hasta hace muy poco- la Iglesia Católica; la lengua de la antigua Roma, la lengua de Rómulo y Remo, sigue estando hoy viva (a pesar de su aparente fallecimiento) porque alberga de forma intrínseca una fuerza y una sabiduría que no han dejado de resonar a través de los siglos.
No obstante carecer de varios de los medios expresivos que hacen del griego antiguo -por ejemplo- un idioma más flexible y elástico, la peculiar sonoridad del latín reside en su inigualable capacidad para transmitir firmeza, contundencia y solemnidad en las frases y locuciones que han llegado a nuestros días. El poderoso timbre de sus fonemas y la rítmica inflexión de sus vocablos; la economicidad de su gramática y la libertad de su sintaxis; son algunos de los elementos que convierten a la lengua original de las tribus del Lacio, en el idioma perfecto para dictar sentencias y hacer aforismos. La simpleza superficial de una típica frase histórica latina, es mero revestimiento de una compacta pero compleja reflexión; que bien puede dar al traste con discusiones estériles, o bien puede ser punto de partida para interminables indagaciones existenciales.
Pero estas cualidades del idioma latino no son mero asunto de curiosidad banal o chismorreo… tampoco un asunto aislado, ya que la cultura es un todo plasmático, que puede ser decentemente visualizado como flujo incesante de elementos energéticos entre cada uno de sus sólidos componentes. Como se podrá entender, la lengua de una nación, junto con su historia, sus expresiones, sus instituciones, sus logros, sus tragedias, sus creencias, sus mitos, su carácter y su ethos, es expresión conjunta de todos estos elementos, al mismo tiempo en que infunde su energía sobre todo el conglomerado.
La lengua de los antiguos romanos es hoy, paradójicamente, testimonio vivo, marca e impronta de la naturaleza y la magnitud de una civilización grandiosa; tan grandiosa, que fue ella misma el artífice de su inicio y de su fin. No son solo las hazañas militares de Escipión El Africano, de Quinto Fabio Máximo o de Cayo Julio César; las letras de Horacio, Virgilio o Séneca; el sistema de leyes del Derecho; las impactantes obras arquitectónicas e ingenieriles que quitan el aliento aun a las generaciones presentes… no, la grandeza de Roma se resume en lo irreductible de la firmeza y la magnanimidad de un roble. El latín es, en consecuencia, como Roma, y nos recuerda la sencilla dureza de un espíritu noble e inquebrantable.
En la imaginación de algunos, muy pocos, Roma es quizá una vitrina (¿o un espejo?) lejana de lo que Occidente fue y de lo que puede volver a ser. Para aquellos de selecto corazón, Roma es como un altar de la espléndida gloria pasada, y de una vieja madurez que alberga dentro de sí todos los elementos vitales del niño – infinitamente creativo y severo a la hora del juego. Jamás ha de olvidarse que Roma es también Grecia, cuna y lugar de nacimiento de la cultura de todo un hemisferio, que hoy yace en coma – cual enfermo moribundo que aguarda el arribo de una cura milagrosa, promesa de un retorno a la vida y a sus pies.
Así pues, pensar al latín es pensar a Roma, es pensar a Occidente y es pensar la llama que todavía arde en el interior de ese sueño que alguna vez fue Monarquía, República y luego Imperio. Los que aspiramos a que la cultura de Occidente renazca de sus cenizas, con el ardor y el brillo que la caracterizaban, vemos en la memoria de Roma un manifiesto a la sublime divinidad de lo humano y a la exquisita trascendencia de lo terrenal. El latín puede que sea hoy una lengua muerta, tan muerta como ha estado la cultura occidental bajo el influjo del racionalismo dogmático, del judeocristianismo y del socialismo; – muerta no, en coma. Y es que -en un plano superior e indisoluble- la vida y la muerte, el placer y el dolor, el paraíso y el infierno, no son sino una misma y continua cosa.
La majestuosidad del latín es palpable, de forma evidente, en esa reverberación cuyo estruendo parece atravesar las paredes del espacio-tiempo hasta forzarnos a percibir su profundo eco. Una frase en latín es un trueno, cuya sonoridad transporta el intenso temple de Júpiter mismo. Y mientras ese eco y esa memoria alimenten el fuego doméstico que Occidente porta en su interior, jamás el convaleciente estará del todo muerto; ¿quién quita? posiblemente hasta logre, en la próxima aurora, un nuevo despertar.