Existe un toque de queda impuesto por el instinto de conservación que aún conservamos los venezolanos. Estamos frente a una criminalidad paralizante. Tolerada por el régimen con un manto inconcebible de impunidad, se convierte en uno de los objetivos más preciados de la acción terrorista. Se puede afirmar, con razón, que el fenómeno es mundial.
Está precisado en todos los informes confidenciales de los servicios especializados de inteligencia. Lo atribuyen a la infiltración sostenida de los tentáculos de las mafias organizadas, tanto de las finanzas como del narcotráfico y a la existencia de estados tenidos como respetables que apelan a ellos encubierta o abiertamente. El caso es que existe una tremenda hipocresía en la dirigencia de países que como el nuestro, resultan incompetentes o cómplices de las situaciones que se van generando.
Debemos recordar que la mayoría de las democracias se derrumban cuando son incapaces de trasmitir sus valores de una generación a otra. No es la pobreza la causa de la tragedia que progresivamente destruye a Venezuela. Las dosis de oportunismo, demagogia y escandalosa corrupción de las élites del poder, en bastantes representantes del gobierno y de la oposición lo ratifican. No me hace feliz tener que registrarlo, pero no aguanto más cierta tristeza, no decepción, que me invade progresivamente. Un amigo me preguntaba el porqué de mi pesimismo con el país. Le respondí que en esta coyuntura, un “pesimista” era un “optimista realista”, parafraseando a no recuerdo quien.
La lucha tiene que ser por el cambio de régimen. El costo puede ser alto, pero nunca será del tamaño de la tragedia de no hacerlo y tolerar la prolongación de lo actual. El llamado es a la defensa de principios y valores fundamentales, demasiado relativizados. Por la dignidad de cada persona humana, de la familia y el rechazo a toda manifestación autocrática y totalitaria. Trasmitir una fe serena pero irreversible, es la mejor forma de defendernos y avanzar.