Un beso, una oración; las últimas horas de los pasajeros del vuelo MH17

Un beso, una oración; las últimas horas de los pasajeros del vuelo MH17

Samira Calehr junto a su hijo Shaka Panduwinata, en foto sin fecha. Shaka y su hermano Miguel fallecieron cuando el Vuelo 17 de Areolíneas Malayas fue abatido en Ucrania. (AP Photo/Foto de la familia Calehr)
Samira Calehr junto a su hijo Shaka Panduwinata, en foto sin fecha. Shaka y su hermano Miguel fallecieron cuando el Vuelo 17 de Areolíneas Malayas fue abatido en Ucrania. (AP Photo/Foto de la familia Calehr)

En una habitación de una residencia en las afueras de Amsterdam Miguel Panduwinata se acercó a su madre. “¿Te puedo abrazar, mami?”, le dijo.

Samira Calehr tomó entre sus brazos a su hijo de 11 años, que había estado extrañamente agitado los últimos días, preguntándole sobre la muerte, su alma, Dios. A la mañana siguiente llevó a Miguel y a su hermano mayor Shaka al aeropuerto, para que abordasen el Vuelo 17 de Aerolíneas Malayas en el primer tramo de un viaje a Balí para visitar a su abuela.

El niño, quien era normalmente alegre y estaba acostumbrado a viajar, debía sentirse emocionado. Su maleta estaba lista y lo esperaban un paraíso donde podría hacer surf y jetskiing. Pero algo no estaba bien. El día previo, durante un partido de fútbol, Miguel preguntó: “¿Cómo te gustaría morir? ¿Qué pasa con mi cuerpo si soy enterrado? ¿No sentiré nada, ya que mi alma regresa a Dios?”.

Y ahora, horas antes del gran viaje, Miguel no quería soltar los brazos de su madre.

“Me va a extrañar mucho”, pensó Calehr, quien se acostó junto al niño y pasó la noche a su lado.

Eran las 11 de la noche del miércoles 16 de julio. Miguel, Shaka y otras 296 personas que tomaron el Vuelo 17 tenían 15 horas de vida.

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El Boeing 777 que transportaría a sus pasajeros de Amsterdam a Kuala Lumpur, en Malasia, representaba la promesa de una aventura o una vacación soñada para algunos, la alegría de volver a casa para otros.

El amor y la posibilidad de empezar de nuevo fue lo que hizo que Willem Grootscholten abordase el avión. Era un hombre fornido, de 53 años, un ex soldado holandés, divorciado, que había vendido su casa y se mudaba a Balí para empezar una nueva vida con su adorada Christine, propietaria de una posada.

Se habían conocido de casualidad durante un viaje a esa isla el año pasado.

Christine, quien como es costumbre en Indonesia usa un solo nombre, había escuchado que alguien se había caído de un peñasco y se había lastimado la espalda y recomendó que lo llevasen a un curandero que conocía. Al día siguiente, Grootscholten la llamó para agradecerle.

Se reunieron para tomar un café. Grootscholten regresaba al día siguiente a Holanda, donde trabajaba como portero en un café en el que se vendía marihuana. Pero mantuvieron el contacto a través de la internet y la relación se profundizó. En la víspera de Año Nuevo se le apareció en la puerta de su casa y se quedó tres semanas.

El padre de los dos hijos de Christine, Dustin, de 14 años, y Stephanie, de ocho, había fallecido hacía seis años y los chicos se entendieron muy bien con Grootscholten, a quien empezaron a decirle “papi”. Los cuatro siguieron en contacto por la red. Se comunicaban casi a diario vía Skype durante las comidas, el almuerzo para Grootscholten, la cena para los demás.

En mayo, Grootscholten regresó a Balí para celebrar el cumpleaños de Christine y le dijo que quería pasar el resto de sus días con ella. Ella lo llevó al aeropuerto el 3 de junio y le dio un beso de despedida.

Fue su último beso.

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Para Rob Ayley, un neozelandés de 29 años, el Vuelo 17 marcó el final de un viaje de un mes por Europa y el inicio de una nueva carrera.

La vida nunca fue fácil para Ayley. De adolescente se le diagnosticó el mal de Asperger y le costaba mucho entender las emociones de los demás. A los 16 años dejó de estudiar y se puso a trabajar en distintas cosas: un restaurante de comidas rápidas, una huerta, haciendo queso… Se obsesionaba con todo lo que le llamaba la atención: autos, su batería y finalmente los perros Rottweiler, cuando sus padres le regalaron un cachorrito.

Se enamoró de una mujer llamada Sharlene. Se casaron y tuvieron dos hijos, Seth y Taylor. La paternidad lo cambió. Estaba decidido a mantener a su familia y se matriculó en la universidad para estudiar ingeniería química. Además, su fijación con los Rottweiler hizo que se propusiese criar perros.

Fue por esa razón que programó un viaje a Europa con su amigo Bill Patterson, dueño de un criadero. Su objetivo era observar Rottweilers y llevarse algunos a Nueva Zelanda para comenzar su negocio.

Los dos pasaron un mes recorriendo Europa, visitando criaderos, bebiendo café, cerveza y comiendo con otros criadores. Disfrutaron recorriendo las autopistas alemanas en un pequeño Peugeot que habían alquilado.

Finalmente, llegó la hora del retorno. El miércoles por la noche Ayley le escribió un correo electrónico a su madre: “Ha sido un viaje largo. Vimos los mejores Rottweiler del mundo, hicimos contactos, entablamos amistades para toda la vida, pero estoy listo para volver a casa. Espero que todo esté bien. Si no hablamos antes, nos vemos el sábado. Con mucho cariño, Rob”.

El asistente de vuelo Sanjid Singh también quería regresar lo antes posible a casa. No le correspondía tomar el Vuelo 17, pero quería volver un día antes de lo programado para visitar a sus padres en el estado norteño de Penang, por lo que le pidió un cambio a un compañero.

Hacía solo cinco meses, un cambio similar le había salvado la vida a su esposa, quien también es asistente de vuelo. La esposa aceptó cambiar con una colega que quería tomar el Vuelo 370 de Aerolíneas Malayas. El aparato desapareció camino a Beijing.

El episodio conmovió a los padres de Singh, a quienes les asustaba mucho la idea de que ambos siguiesen volando. Pero Singh era pragmático: “Si me toca morir, me moriré. Es algo que tenemos que aceptar”, decía.

El miércoles llamó a su madre y le dio la buena noticia: había conseguido cambiar de vuelos y regresaría en el 17, lo que le permitiría estar allí el viernes. AP

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