Lucas Bazán Pontoni busca en sus bolsillos los 45 centavos que cuesta un plato en un comedor comunitario del centro de Río de Janeiro. No le alcanza con lo que tiene y un conocido le presta para esta comida subvencionada por el gobierno.
Pontoni, uno de los 160.000 argentinos que viajaron a Brasil para la Copa del Mundo, difícilmente encaja con la imagen de extranjeros adinerados que dejaron unos 3.000 millones de dólares en Brasil durante el mes que duró el torneo.
El actor de 23 años no tiene dinero, ni planes inmediatos de regresar a casa, dos semanas después de que Alemania ganara a Argentina en la final del 13 de julio.
“Brasil es increíble, quiero quedarme”, comentó Pontoni, que ha estado acampado en el Sambódromo de Río, comiendo en comedores comunitarios y buscando trabajos ocasionales para pagar el billete de autobús con el que visitar el norte de Brasil. “Podrían ser semanas, o meses, o más. Voy a ver dónde me llevan la vida y la carretera”.
Los medios locales informan de que decenas de miles de argentinos que vinieron por el Mundial siguen en el país. Parecen ser mayoritariamente jóvenes y varones, sobre todo veinteañeros. Menos de un tercio son mujeres.
La policía federal brasileña no respondió a peticiones por teléfono y correo electrónico buscando una confirmación de cuántos argentinos siguen en el país. Pero a las autoridades les preocupa la perspectiva de tener gran número de extranjeros vendiendo artesanías, haciendo malabares en los cruces para pedir dinero o dependiendo de servicios sociales estatales para brasileños.
Aunque la otrora explosiva economía brasileña ha perdido fuerza en los últimos años, la situación es mucho mejor que en Argentina, asediada por la crisis, con escasez de dólares y una de las tasas de inflación más altas del mundo.
Antonio Pedro Figueira de Mello, responsable de la agencia de promoción de turismo de Río, ha reconocido que los controles en los 1.260 kilómetros (780 millas) de frontera con su vecino del sur podrían haber sido demasiado laxos durante el Mundial.
La cantidad de argentinos “nos tomó por sorpresa”, señaló al diario de Río O Globo. “En cualquier lugar del mundo, la gente tiene que decir a dónde va, cuánto tiempo va a quedarse, qué recursos tiene y si tiene seguro de salud. Eso no se hizo”.
Mello hizo esas declaraciones en el Sambódromo, utilizado para los festejos del Carnaval y que se convirtió en un campamento improvisado para alojar a las oleadas de argentinos que llegaron por carretera durante la Copa del Mundo. El lugar se cerró la semana pasada y los últimos acampantes fueron desalojados.
Según medios de prensa, el consulado argentino ayudó a organizar el transporte para las personas que se habían quedado sin dinero o que perdieron o sufrieron el robo de sus documentos, pero muchos no estaban interesados en esa ayuda.
Los que permanecen aquí lucen generalmente pantalones cortos, camisetas y chancletas y se bañan de vez en cuando en fuentes públicas o duchas de la playa. En Río no hace falta tener abrigo, ya que en esta época la temperatura promedio es de 28 grados centígrados (80 Farenheit).
Los argentinos no son los únicos extranjeros que vinieron por la Copa Mundial y decidieron quedarse en Brasil. La semana pasada la policía del estado de Río Grande do Sul dijo que varios cientos de ghaneses pidieron asilo y el gobierno analiza las solicitudes.
Controlar a los argentinos puede ser más difícil, ya que no necesitan visas para quedarse en el país.
Tras ser expulsados del Sambódromo, Pontoni y una decena de compatriotas se mudaron a un parque cercano, donde descansan sobre la hierba con sus grandes mochilas. Allí hacen pulseras con cuerdas y preparan otros objetos artesanales para vender en la playa.
“No creo que vaya a volver”, comentó Martín Sichero, de 25 años y amigo de Pontoni. “Vine para el Mundial, pero ahora creo que estoy aquí para quedarme”. AP