Aquel mundo del que se quejaba Mafalda estaba marcado por la rivalidad ideológica. Eran los años de la Guerra Fría. Cada conflicto había que traducirlo en términos de esa conflagración latente. África, el Medio Oriente, América Latina y, por supuesto, Europa, todo era reducible a la disputa entre dos órdenes mutuamente excluyentes. La Guerra Fría operó así como un instrumento cognitivo, equipado además con un mapa, fundamental para interpretar y narrar la realidad.
Pero no fue solo un tranquilizante analítico para el observador. También fue un conjunto de mecanismos de poder—arreglos e instituciones internacionales—que sirvieron para acotar, limitar y racionalizar esos mismos conflictos. Había guerras, pero eran hasta cierto punto guerras controladas, cuyo límite superior estaba situado allí donde creciera el riesgo de las armas atómicas. Donde y cuando el escalamiento se acercara peligrosamente al botón nuclear, la disuasión se hacía presente.
A riesgo de la melancolía—siempre desaconsejable—y confesando mi muy reciente conversión al neorrealismo—es que no hay nada como corroborar hoy el valor predictivo del pronóstico de ayer—ante el desorden, la confusión y la violencia desmedida de hoy, aquel mundo más organizado se extraña. Pero no es solo por eso, que ya sería bastante. También se añora por culpa del ultra-maniqueísmo en boga, donde todos toman partido, aun sin saber de qué se trata, y se van alineando a favor o en contra. Son actos de fe, más que actos de comprensión intelectual. Y eso contribuye por cierto a que el mundo de hoy no solo deprima, sino que también haga enloquecer con su irracionalidad.
Allí está el ejemplo de Gaza, donde un extremismo se justifica por la existencia del otro, revelando la mutua necesidad de una guerra permanente que no tiene ni tendrá un vencedor posible. En la brutalidad de ambos al atacar indiscriminadamente a la población civil—si bien en proporciones diferentes—parecería que el objetivo no es debilitarse mutuamente sino lo contrario. La capilaridad de Hamas se profundiza en una población muy joven, sin futuro y masacrada, el cliente natural del radicalismo. Netanyahu logra a su vez cumplir su propia profecía, según la cual solo el control territorial y los asentamientos pueden contener a Hamas. Y mientras tanto, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, también secuestrado por los maniqueos de un lado y del otro, es incapaz hasta de condenar con la debida firmeza el ataque israelí a una escuela creada y administrada…por las Naciones Unidas.
Está Siria, que ya ni siquiera es noticia en los periódicos, un genocidio indetenible. Y está Irak y su fragmentación, donde el califato islámico de Mosul no solo está determinado a modificar las fronteras del estado creado en las postrimerías de la Primera Guerra, sino también a borrar cualquier vestigio de toda identidad, cultura y religión que no se ajuste a su particular lectura del Corán. Y nadie presta demasiada atención a Libia tampoco, donde una guerra civil en curso ya ha disuelto el gobierno de Trípoli sin que ninguna fuerza política mínimamente organizada parezca estar en condiciones de reemplazarlo.
En Europa, por su parte, “fragmentación” también es el título de su historia. Putin alienta en Ucrania los mismos objetivos, y con los mismos métodos terroristas, que padece en Chechenia y Daguestán, con la salvedad que los separatistas pro-rusos tienen un verdadero ejército dándoles inteligencia, logística y misiles para derribar todo lo que pase por arriba de sus cabezas. Sin embargo, Crimea y Donetsk no son más que una versión violenta y autoritaria de lo que se ve en otras partes de Europa; una Europa xenófoba como antaño. La diferencia de método no es trivial, pero no obstante si en los plebiscitos escoces y catalán triunfara el independentismo, nadie podría asegurar que la oleada secesionista terminaría allí. En tal caso, la pregunta obligada—y el enorme temor implícito—será la mismísima definición e inestabilidad de las fronteras, precisamente a sabiendas de que no hay institución política más importante que el mapa.
La política exterior de Obama, a su vez, no parece ser capaz de disuadir a Putin en Ucrania, ni tampoco de lograr que Holanda, aliado en OTAN, extradite un conocido represor y narco venezolano arrestado en Aruba, es decir, en su propia geografía de influencia. Uno pensaba que la DEA lograba esas extradiciones con facilidad, dada la centralidad de la lucha contra el narcotráfico en la agenda de la seguridad nacional, pero no en esta ocasión. Irónicamente, la orfandad que sienten los venezolanos ante este episodio parece coincidir con la política inmigratoria de EEUU, la cual está resuelta a deportar a miles de niños centroamericanos a sus países, donde no tienen estructuras familiares ni estatales que puedan hacerse cargo de ellos. Uno no termina de comprender cual exactamente es la amenaza que esos menores representan para la seguridad nacional estadounidense.
Así este viaje concluye en una Argentina en default, aunque para su gobierno, experto en construir la realidad a discreción, tal cosa no ha sucedido; casi el script de Wall Street III. En su propio mundo como es costumbre, Fernández de Kirchner comparó a Gaza con “los misiles del default”, en otra muestra de su enorme capacidad para banalizar la tragedia humana. Claro que en ese discurso no dijo nada del incremento del 22 por ciento del gasto público que acababa de decretar ese mismo día, perdiendo una buena ocasión para hablar de los misiles de la inflación, la caída de la inversión y el desempleo que esa decisión disparará.
Muchos en la oposición, mientras tanto, evitaron criticarla demasiado, dadas las encuestas favorables que logró por el manejo de esta crisis. Una cierta cuota de oportunismo es siempre necesaria en la política, pero tal vez olvidaron que Galtieri también fue muy popular al invadir las Islas Malvinas, popularidad que no le duró más de cuatro semanas.
Insisto: paren el mundo, me quiero bajar. Ni la infinita sabiduría de Mafalda podría arreglar tanta irracionalidad junta.
Twitter @hectorschamis