Lo anunció Barak Obama el jueves por la noche: Estados Unidos atacaría el Estado Islámico de Mosul. Así sucedió a las pocas horas. Obama regresa de este modo a la guerra que criticó como senador y concluyó como presidente. Lo hace, sin embargo, con una estrategia militar propia de la era Clinton, ataques aéreos sin personal en tierra.
La decisión fue tomada una vez que los yihadistas avanzaron en dirección del Kurdistán, al este. Arrasando virtualmente con todo lo que encontraron en su camino, el punto crítico fue el ataque a la secta religiosa Yazidi, sometida a morir de hambre y sed en las montañas a las que huyeron, o descender y ser ejecutados por los fundamentalistas.
Pero la decisión no es solo intervención humanitaria. El ataque yihadista al Kurdistán—región semiautónoma que ni siquiera Saddam Hussein logró doblegar—amenaza con alterar un equilibrio de por sí inestable, y que se ha hecho mucho frágil en los últimos tiempos. Un enclave entre Irak, Irán, Siria y Turquía, esta nación sin estado ha sido un bufferbeneficioso en una zona de alto conflicto, un amortiguador que Estados Unidos siempre ha tratado de preservar como tal.
Este retorno a Irak no deja de estar plagado de paradojas y complicaciones. De hecho, no puede entenderse desligado de la historia reciente—la invasión de 2003—ni de la política interna estadounidense—la creciente animosidad entre ambos partidos y la consecuente disfuncionalidad legislativa. En cuanto a lo primero, la cuestión mayor, e irresuelta, es que la guerra de la década pasada destruyó el propio estado en Irak, o sea, descompuso esa entidad que controla las fronteras y monopoliza los instrumentos de coerción, entre otras tareas básicas; ni que hablar de impartir justicia o cobrar impuestos. Sin estado no puede haber gobierno y, desde luego, como el peor de los gobiernos es preferible a la ausencia del mismo, el resultado es la anarquía y la violencia descentralizada de un pseudo régimen, el Califato de Mosul.
Ese estado, que Saddam Hussein apenas lograba mantener unido por medio del terror, se ha fragmentado hasta desaparecer como tal. El regreso de Obama a Irak reconoce implícitamente la necesidad de encontrar caminos para reconstruir ese estado, condición imprescindible para que la región recupere un mínimo de estabilidad. No está claro, sin embargo, que ese sea uno de los objetivos explícitos de esta operación militar. Una incursión únicamente aérea indicaría más bien lo contrario.
El segundo punto tiene algo de repetitivo, pero así es Washington. Los republicanos critican a Obama por ser débil e indeciso, de Ucrania a Irak y pasando por Siria y Gaza. Algo de ello es cierto. Obama es este presidente reticente (reluctant), con instintos aislacionistas y una administración casi con exclusividad interesada en resolver la crisis económica de 2008. Pero los críticos también olvidan que la guerra de 2003 contribuyó en gran forma a vaciar las arcas públicas, desfinanciando al Pentágono, y que su justificación falsa, las armas químicas inexistentes, vació de credibilidad cualquier estrategia militar futura. Ese dilema es anterior a Obama y es intrínseco a la aparente debilidad del presente.
En un año electoral, Irak es otra vez un ítem propicio para la extorsión legislativa y la pesca de votos, tanto como lo son la política inmigratoria y la reforma del sistema de salud. El problema para el resto del mundo es que esta crisis tiene un impacto inmediato en la estabilidad internacional. Es que un viejo principio de las relaciones internacionales dice que aún peor que usar excesivamente el poder estructural de una superpotencia, es no usarlo en absoluto. Y eso también se le critica a Obama en Washington.
Twitter @hectorschamis