“En tan crítica situación yo no he vacilado, venezolanos, acerca del partido que debo tomar, como Jefe de Estado, mandé cumplir y ejecutar la Constitución del año 1.830; de cumplirla y ejecutarla renové como Presidente Constitucional, ese juramento en 1.831. Mi deber es, pues, sostener este Código y para ello no excusaré sacrificios y comprometeré ni existencia misma. Sí se desea la reforma de la Constitución, ella establece los medios de obtenerla. No es posible tolerar que el grito de doscientos hombres armados, arranque lo que debe solicitarse y conseguirse por las vías pacíficas y propias de un pueblo civilizado, que se ha dado una constitución y tiene leyes. ¡Desgraciada Venezuela si se reconociese el fatal principio que envuelve el pronunciamiento del día ocho.”
He tomado el largo epígrafe que antecede de la proclama con la cual, el centauro llanero, respondiera al manifiesto de los reformistas, publicado en Caracas el 9 de julio de 1835, y avalado con la ilustre firma del General Pedro Briceño Méndez. Ese documento es, a mi juicio, de particular importancia para destacar las virtudes republicanas del General Páez, ignoradas con incomprensible ceguera, junto con cualquier otro mérito suyo, distinto al valor que desplegara en la epopeya libertadora. Que a ese sólo perfil se ha querido limitarlo por un malentendido bolivarianismo póstumo, miope y anti histórico.
Doscientos años de su nacimiento, no es una mala fecha para iniciar una revisión desprejuiciada del grande hombre, el hombre que encarna lo mejor de la fuerza telúrica de nuestro pueblo, de sus virtudes hoy olvidadas, de sus potencialidades que debemos redescubrir, como premisa indispensable para el hoy y el mañana.
Mucuritas, Mata de la Miel, Las Queseras del Medio y aún Carabobo, son espléndidos reflejos de su épica grandeza. Sin embargo palidecen ante la gesta mayor, la más difícil, la del hombre arquitecto de sí mismo, el trabajo constante de un alma superior por vencer sus deficiencias y trocarlas en conocimientos. El Páez republicano, cuya segunda presidencia ha sido considerada por muchos historiadores como el mejor gobierno de la Venezuela independiente, estaba lejos, pero muy lejos del peón de hacienda y del guerrillero glorioso, aunque ya en ellos palpitaba el genio de este hombre del pueblo que, como su llano natal, no ponía límites a sus horizontes.
Creo que la más hermosa y trascendente herencia del General Páez es esa la lección de hasta dónde pueden la voluntad y la constancia, por encima de las más difíciles circunstancias de la guerra, en medio de un país inundado de sangre y pólvora, conducir a un hombre decidido a hacerse a sí mismo y a marcar la historia de su patria. El Páez de la guerra, recibió de labios de Bolívar:” Tú eres el brazo fuerte de la Patria, tú eres Aquiles. Tu presencia en este campo es la Victoria, es la República”, la definitiva consagración y el más preciado reconocimiento. El hombre que fue Páez espera hoy, doscientos años después de su nacimiento, que Venezuela lo reivindique como ejemplo inmejorable de grandeza en las dificultades, de ciudadano auténticamente esclarecido y de cátedra viviente de que el hombre superior no nace, sino que se hace por su propia voluntad de plenitud.
Hoy saludo a ese hombre, al que desde una mazmorra del castillo de San Antonio en Cumaná, se dirigió al castrado Congreso, reunido con prisa y pavor servil, después del bochornoso 24 de enero de 1848, en estos términos. Este texto antológico respondía a la traición, al escarnio, a la ilegalidad con esta frase: “¿Es acaso incompatible la seguridad de un hombre con lo que se debe a la dignidad del hombre?”.
La lección fue dada, de los venezolanos de hoy y de mañana depende que no queden como frases y hechos para desempolvarse cada doscientos años.
LA BATALLA DE PUERTO CABELLO
Existen dos posibles posiciones ante la historia de los pueblos: la de aquellos que se regodean en la contemplación de las llamadas efemérides patrias, como lo han hecho en Venezuela, a lo largo de casi toda su Historia, innumerables intelectuales y hombres de Estado, y los que entendemos que la exaltación de los episodios heroicos que jalonan nuestra Historia; no debe ser simplemente una pirotecnia verbal de circunstancias, sino un ejercicio de inmersión, por así decirlo, en las profundidades de la historia nacional, para extraer de ellas lo mejor en enseñanza de valores éticos y cívicos que podamos encontrar. Muchos se alarman por las circunstancias que, hoy por hoy, atraviesa el país. No resulta ocioso, echar un mirada, sobre las mucho más dramáticas que atravesaron los fundadores de la nacionalidad y como sobreponiéndose a todas ellas, lograron establecer un país, con perfiles propios, con definida personalidad, en el concierto de las naciones y llamado a desempeñar un papel trascendente a la altura del legado imperecedero de la generación liberadora.
La historia, su conocimiento, su compresión, su interpretación dialéctica, es la base fundamental de toda acción política que aspire a una cierta eficacia y a una inserción real en el curso de la vida de cualquier sociedad organizada.
Voy a referirme, someramente, a la gesta de los valientes que dominaron el último reducto colonial en Venezuela, entroncándolo como lección histórica con las circunstancias del presente y del porvenir venezolano. Fue un joven, casi un muchacho de apenas treinta y tres años, ya General en Jefe, el centauro llanero José Antonio Páez, el héroe fundamental de esa jornada memorable. Integrante, como toda la generación libertadora, de una hornada de jóvenes, casi adolescentes, que supieron crear, sobre las bases culturales hispanas, a punta de convicción, de esfuerzos y de fe agónica, en su destino y en el destino de su nación, el país en que vivimos y nacimos todos nosotros.
La plaza de Puerto Cabello, según relata el historiador y biógrafo inglés Cunninghame Graham, estaba poderosamente defendida. Su situación natural y sus poderosas fortificaciones la hacían casi inexpugnable, dentro de sus murallas se encontraba lo que quedaba del heroico regimiento de Valencey, cuya retirada hiciera historia en la gesta. de la independencia, en Carabobo, y el General Calzada, era hombre resuelto y de mucho carácter, como si fuera poco, surtos en el puerto había dos o tres barcos de guerra, entre ellos la poderosa Corbeta Bailén. La juventud fervorosa que integraba el Ejército Libertador, hizo derroches de valor en el sitio de Puerto Cabello, y el primero en dar el ejemplo fue el General Páez. Testimonios de esa intrepidez temeraria, se encuentran en labios tan insospechables como los del General Hilario López, ex—Presidente de la Nueva
Granada, quien señala en sus memorias: “los inauditos esfuerzos del General Páez eran insuficientes para estrechar la plaza o asaltarla. Muchas veces este jefe se precipitaba como despechado a los más inminentes peligros, ya vistiéndose de soldado raso obrando a las órdenes de un cabo sobre las fortificaciones, ya poniéndose su gran uniforme y plantándose cerca de la casa fuerte, sirviendo de blanco por largo tiempo y con la mayor sangre fría a los buenos fusileros que la defendían, ya embarcándose en una pequeña barca y colocándose en los puntos más peligrosos”.
Igualmente, Francisco de Paula Santander, Vice-presidente de la Gran Colombia, en una carta fechada en Bogotá el 15 de junio de 1822, le decía en tono impositivo: “… Vuelvo a encargar a usted, que no ande exponiéndose innecesariamente a que le den un balazo sin fruto, su vida es preciosa, y por su honor mismo debe evitar exponerla sin una grande y urgente necesidad.., no sea usted loco cuando no hay necesidad; dígolo, porque lo que usted ha hecho en Puerto Cabello son locuras hijas de la temeridad”.
Las largas operaciones militares sobre este puerto, costaron algunas de las más valiosas vidas de la Gran Colombia, entre ellas la del Coronel Juan José Rondón, quien falleció de un balazo recibido en un pie, lo que hiciera que, en el estilo heroico de la prosa de la época, se le comparara con el Aquiles de la Ilíada, quien fuera herido en el talón, al pie de las murallas de Troya. Escapa, como lo dije anteriormente a mi intención, extenderme en una disertación erudita sobre los pormenores de la acción bélica que reseñamos. A lo largo de toda nuestra vida republicana, numerosos historiadores profesionales se han ocupado de ella, me interesa resaltar lo que se infiere como características de la personalidad del venezolano, de este pueblo singular que se crece en la medida de sus desgracias y que se sobrepone a ellas con una capacidad de sacrificio poco común en la historia, cuando es invocado, requerido, llamado, por hombres de buena fe, de autoridad moral y que entienden que el destino colectivo no puede ser hijo de la inspiración providencial de un simple ser humano, sino producto del esfuerzo concatenado de todo un pueblo, dispuesto a superar los obstáculos, los inconvenientes, y hacer los sacrificios necesarios para superarlos.
Sobre este aspecto, existe una carta del general Páez al Brigadier General Francisco de Paula Santander, que resulta particularmente ilustrativa: “Me dice usted que cuando rehusaba tenazmente a aceptar la yice-presidencia y se quejaba de su suerte, era porque se le presentaba en Venezuela un país asolado por la guerra, escaso de recursos, habitado por gentes de un carácter raro, con altos representantes acostumbrados a obrar por sí, con llaneros descontentos, y que desesperaba que pudiera remediar tantos males” . Si yo hubiese estado en ese tiempo con usted me hubiera tomado la libertad de asegurarle que “el raro carácter de los venezolanos” iba a ser “la fuente fecunda de la cual brotarían muchos bienes: el genio inquieto y resuelto de los venezolanos está, a mi parecer, acompañado de mucho buen juicio: esto me obliga a creerlo el progreso que he observado en la revolución: y han sacrificado para este objeto, parte por su voluntad y parte por la fuerza, su comodidad, sus propiedades y aun el amor a su familia… los demás generales habrán mandado y estarán mandando ejércitos desprovistos, yo también los he mandados desnudos; y creo que ningún, soldado’ haya padecido tanto como los de Venezuela, porque habiendo estado constantemente en guerra, el país está destruido y no hay ningunos recursos. Si yo he expuesto a usted esto con algún calor, ha sido sólo con el deseo de que se alivien sus privaciones, sin que por eso deje de hacer, como lo continuaré haciendo cuanto esté de mi parte tanto para contentarlos extraordinariamente, como para consolarlos y aliviarles sus fatigas… del “carácter raro” de los venezolanos o de la ingenuidad que me es peculiar sale cuanto voy a decirle. Yo no he hecho ningún sacrificio por mi patria, y la patria ha hecho mil sacrificios por mi; yo he sido uno de los altos representantes acostumbrados a obrar por sí.”
Algunos comentaristas y hombres públicos venezolanos de nuestros días, apuntan, con pesimismo injustificado, que estas cualidades tan gráficamente señaladas por Páez y que forman parte del alma nacional, no las encontramos en nuestros compatriotas de hoy en día. Yo pienso exactamente todo lo contrario, si no hubiese tenido una fe profunda, raigal, en las reservas morales, en la capacidad de sacrificio y de comprensión de mi gente, no hubiera asumido, cuando apenas había traspasado la adolescencia el compromiso político, es decir la comprometida ambición de hacer historia.
Ni lo hubieran hecho todos los que antes de mi, se jugaron la vida y sacrificaron comodidades y posibilidades de realización personal, en la lucha por la causa popular a lo largo de toda nuestra historia republicana.
Cuando Antonio Guzmán-Blanco, el “autócrata civilizador”, como lo llaman algunos autores, señalaba -repitiendo la vieja expresión- que Venezuela era como un cuero seco, que cuando uno lo pisaba por una punta se levantaba por la otra- estaba, aunque con despecho, reconociendo la capacidad de rebeldía, la fe combatiente, las reservas cívicas de una nación que no es capaz de entregarse sino por convencimiento, y nunca por el atropello de la fuerza no acompañada de la razón. Y esa fe, fue la que llevó a la generación de 1928 a enfrentarse con la dictadura fosilizada de Juan Vicente Gómez. Es una larga y única pasión de libertad y de búsqueda de una vida democrática y pluralista, la que se hizo presente en la generación libertadora y en todos quienes han consagrado su vida a la lucha por los mejores valores de nuestro pueblo.
La hazaña de Puerto Cabello, es una más, que ilustra, patéticamente, de lo que es capaz un pueblo resuelto a conquistar sus derechos y sus libertades. Cuatro horas pasaron los héroes de esa jornada, metidos hasta el cuello en el manglar, desnudos, apenas llevando sus armas sobre sus cabezas, caminando sobre el fango, al favor de la noche, y comenta el jefe de esa heroica jornada que, pasaron tan cerca de la batería de La Princesa, que podían oír a los centinelas que comentaban ingenuamente la gran acumulación y movimiento de peces que aquella noche mantenía las aguas tan agitadas. Esa agitación de peces, ese cardumen que sorprendió la vigilancia de los avezados centinelas españoles, es el mismo desvelo que puede agitarse en el fondo del alma popular, si ve su libertad acechada, bien por los tradicionales añorantes de los despotismos del pasado, como por aquellos que pretendan arrastrar a un pueblo libertario en aras de un nuevo mesianismo anti histórico, de un culto a la personalidad sin contenido ideológico, que vendría a sepultar, con tanta eficacia, como los grillos de Juan Vicente Gómez, las aspiraciones de nuevos horizontes de la juventud de nuestros días.
El pueblo venezolano, ese “carácter raro” del que hablaba Santander y que defendía Páez, es profundamente sabio y sabe que los que se pretenden hombres providenciales no resuelven nada, que el providencialismo como fórmula en política, no es sino la máscara de una vocación opresiva, de un pretendido “destino manifiesto” que no funciona sino a expensas de la pluralidad y del respeto a las opiniones de las minorías y a los mejores intereses del país. Rafael María Baralt, nuestro gran historiador, después de referirse a los hechos de esa jornada, termina con éstas palabras: “Así sucumbió Puerto Cabello, último recinto que abrigaba todavía las armas españolas en el vasto territorio, comprendido entre el río de Guayaquil y el magnífico Delta del Orinoco. Aquí concluye la Guerra de la Independencia. En adelante, no se emplearán las armas de la República, sino contra guerrillas de forajidos que la tenacidad peninsular armó y alimentó por algún tiempo, o en auxiliar mas allá de sus confines a pueblos hermanos en la conquista de sus derechos”.
El hermoso epílogo de la gran jornada, fue el generosísimo texto de la capitulación, que firmaran los jefes realistas y que les propusiera el General Páez. Pocas veces en la historia de la humanidad, se encuentran ejemplos de tan amplia grandeza, como los que dieron, en toda la gesta emancipadora, los héroes fundadores de nuestra república. El Libertador, Sucre y Páez, tendrían que figurar en las antologías de los más generosos vencedores que conozca la Historia. La capitulación de Puerto Cabello tiene fecha 10 de noviembre de 1823, cinco días después, se embarcó la guarnición española y se izó la bandera de la Gran Colombia, sobre el castillo que tantas páginas ha llenado de la historia de Venezuela, unas tristes y sombrías y otras llenas de luz, como la de esa madrugada de 1823. Gestos como el de ésta capitulación de Páez o como la bellísima frase del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando después de la Batalla de Tarqui, fuera preguntado por sus derrotados adversarios, cuáles eran las nuevas condiciones de la paz, y les respondió, extendiéndoles la oferta original hecha antes de la batalla: “La justicia de Colombia es la misma antes y después de la victoria”, no han sido siempre comprendidos por otras sensibilidades y otras culturas.
El ya aludido autor británico Cunnighame Graham, atribuye a un cierto histrionismo latino, lo que en el fondo no es sino un concepto elevado y hermoso del honor y del combate, sea este en las trincheras o en el diario ajetreo de los enfrentamientos políticos, así dice: “…Páez exhortó dos veces al General Calzada a que capitulara para evitar un derramamiento inútil de sangre. A la tercera vez le advirtió que si no se rendía o no se presentaba a firmar la capitulación dentro del plazo de 24 horas, tonaría la plaza por asalto y pasaría por las armas a toda la guarnición”.
Respondió Calzada que: “la ciudad estaba defendida por viejos y veteranos soldados y que en el último caso estaban resueltos a seguir los gloriosos ejemplos de los defensores de Sagunto y de Numancia. Añadió que si la suerte le resultaba adversa, esperaba que Páez no querría manchar el brillo de su espada con un hecho digno de los tiempos de la barbarie”.
Teniendo ambos sin duda, el amor muy hispano por el lenguaje altisonante, deben haber disfrutado lo indecible al escribirse de este modo.
Para dar un toque pintoresco a la escena, al pasar el emisario de Páez, de regreso por la puerta de la ciudad, los soldados españoles, formados a lo largo de los muros, invitaban con gran algazara a los venezolanos a que fueran a pasarles a cuchillo, si es que podían. Héctor y Aquiles no lo habrían hecho mejor bajo los muros de Troya.
No obstante, el mismo escéptico y flemático autor narra, no sin sorpresa, más adelante: “Calzada luego invitó a Páez a almorzar con él”. Páez, fiado como siempre de la hidalguía castellana y con toda la gallarda cortesía que tenía que esperar de tan valientes adversarios’, aceptó la invitación, y fue recibido con todos los honores militares.
Esta simple narración de dos enemigos que después de una noche de sangrienta contienda, van cogidos del brazo a tomar desayuno juntos, mientras que sus caballos, amarrados en el palenque o la reja de alguna ventana, cabecean bajo el sol, casi induce a creer en las palabras de Páez: “EI corazón humano por más que lo endurezcan las pasiones, siempre conserva un resto de sensibilidad que sólo necesita tal vez un simple hecho para mostrarse en toda la grandeza”.
La sorpresa del inglés puede ser respondida, indirectamente, con las palabras que pronunciara Rómulo Betancourt, en el mitin del Poliedro, ante miles de mujeres que le rendían un homenaje nacional, cuando al referirse a los duros momentos que le tocó enfrentar durante su Presidencia Constitucional, afirmó: “No puedo tener resentimientos, los vencedores no son resentidos”.
Echando una mirada retrospectiva desde esta Venezuela de 1986, casi en los umbrales del siglo XXI, y pensando en las durísimas pruebas por las que ha tenido que pasar nuestro pueblo, a lo largo de una historia accidentada, dramática, llena de vicisitudes y de dolores colectivos, resultaría un imperdonable acto de descreimiento y de falta de fe en sus potencialidades, el creer que las circunstancias levernente negativas a las que nos enfrentamos, puedan hacer sucumbir nuestra fe y nuestra capacidad para afrontarlas y para vencerlas,
Venezuela vive momentos de pasajero desajuste en su desarrollo económico. El petróleo, esa oscura sangre de la tierra, que ha alimentado nuestra prosperidad de casi todo este siglo, no ha sido aprovechado en la forma óptima en que debiera haberse hecho, para crear un aparato productivo, eficiente e independiente de los vaivenes del mercado internacional de nuestra primera fuente de divisas. Pero tampoco se ha perdido.
Existe en el país una capacidad industrial en gran medida ociosa, que debe transformarse hacia aquellos campos de actividad en los que podamos resultar realmente competitivos, dentro y fuera de nuestras fronteras. Venezuela, en toda su vida pre-petrolera vivió modestamente des sus exportaciones agrícolas, no está planteado un retroceso, a esa realidad de la economía del café y del cacao, pero si, como lo ha logrado en gran medida, la administración del presidente Lusinchi gracias a una acertada política agropecuaria, de la cual algunos -demasiado entusiastas- comentaristas han relanzado la expresión de “milagro agrícola” un incremento acelerado de nuestra producción agropecuaria, que nos permitan depender, cada vez menos, de las importaciones y por el contrario generar divisas exportando los excedentes a los mercados internacionales.
Venezuela ha formado, en su etapa democrática, cuadros profesionales y técnicos de primer orden. Existe una juventud capacitada y ansiosa de rendir labor provechosa y constructiva. Encauzarla, impedir que se frustren sus potencialidades y por el contrario utilizarlas al máximo es el gran reto que se nos plantea, es la tarea de los hombres de nuestro tiempo, como fue la tarea de los hombres del ayer la lucha con las armas en la mano frente al opresor extranjero, al déspota criollo o al intervencionismo de otros países. Ese reto estarnos dispuestos a aceptarlo con el convencimiento profundo y cabal de credenciales, la capacidad y el espíritu de sacrificio que él reclama y, sobre todo, de que tenemos la disposición de sumar las mejores voluntades, las mejores capacidades, los mejores individuos del país, en esa tarea colectiva, porque no nos creemos hombres providenciales, modernos mesías iluminados de una luz extra terrena, sino que entendemos, corno lo entendieron los forjadores de la nacionalidad y los luchadores sociales de toda nuestra historia, que sólo la suma de lo mejor y más auténtico del alma nacional, puede dar resultados concretos y esperanzadores en momentos como el que vivimos.
Venezuela hoy, como ayer en el Puerto Cabello de 1823, como en la Sabana de Carabobo o corno en el Altiplano boliviano, tiene que potencializar el esfuerzo de todo su pueblo, y de que lo logremos, sin caudillismos de nuevo cuño, sin retrocesos institucionales impensables e inaceptables, convocando a esas nuevas hornadas de venezolanos que aún no han tenido la oportunidad de dirigir el país, en ello está la seguridad del triunfo, un triunfo que no se medirá en laureles militares, sino en el afianzamiento real y permanente e indestructible de una nueva independencia, la independencia que se deriva de abastecernos en lo fundamental, de generar divisas con que importar aquello que económicamente no podamos producir en condiciones competitivas y racionales, y que utilicemos, con criterio de escasez y no con escasez de criterio, las divisas todavía importantes que nos produce la industria petrolera y petroquímica en un desarrollo armónico, integral y auténtico de nuestra potencialidad productiva.
Puerto Cabello 1986.
Publicado en Foro Libertad