Para los salafistas la bestia negra que hay que extirpar es el cristianismo y Francisco es su principal cabeza. Por eso quieren arrancársela de cuajo. Abu Bakr al-Baghdadi, el Califa del Estado Islámico, ya ha dicho que se propone conquistar Roma. Es un doctor en estudios coránicos. Eso lo hace más peligroso y delirante. Arrastra hasta nuestro días una visión histórica fijada en los siglos medievales –del VII al XI—en que hubo una civilización islámica hegemónica que contribuyó a definir a Europa como “la cristiandad”.
Europa fue otra cosa a partir del acoso musulmán. Se produjo una reacción especular. Acabaron pareciéndose al enemigo. Hasta la conquista de España por los árabes en el 711, la Península se percibía como un reino godo que continuaba la tradición romana. Pero “los moros” combatían en medio de algarabías, ensoñaciones mágicas y promesas de paraísos repletos de virginales hurís, asegurando que “Alá es el único Dios y Mahoma su profeta”. Era la yihad. La guerra santa. Peleaban por designio de Alá, según les aseguraba Mahoma en el Corán.
Los hispanogodos, por la otra punta del conflicto, aprendieron la lección y entonaron con emoción el lema de “Santiago y cierra (ataca) España”. Santiago fue uno de los apóstoles de Jesús. Supuestamente, estuvo en España. Cuenta la leyenda cristiana que en el siglo IX se apareció en la Batalla de Clavijo sobre un imponente caballo blanco, blandiendo una refulgente espada de plata con la que degolló 70 000 sarracenos, sangrienta escabechina que le ganó, justamente, el sobrenombre de “Matamoros”.
Afortunadamente, el tiempo, la Ciencia y, sobre todo, las ideas racionales de la Ilustración, lentamente fueron podando a Europa del fanatismo y fortalecieron los valores de la libertad, la democracia, la tolerancia, el laicismo, la libertad de culto, la igualdad ante la ley y el respeto por el otro que ya se anunciaba en los mejores aspectos del judeocristianismo.
En el mundo islámico no ocurrió nada similar. Siguen apegados a la historia de Mahoma y a su confuso siglo VII. Se mantiene intacto el odio a quien profesa una religión diferente y no se somete o convierte a la fe islámica. Hoy el Estado Islámico persigue a los yazidis en Irak. Las huestes de Al Qaeda matan cristianos en Siria cada vez que pueden. La Hermandad Musulmana aniquiló a cientos de coptos en Egipto. Chiíes y suníes, mientras se enfrentan entre ellos, detestan y esporádicamente les hacen la guerra a los libaneses maronitas. Y en Nigeria las matanzas de cristianos están a la orden del día. Hace poco, incluso, debí firmar, junto a otros millares de personas indignadas, una carta dirigida al gobierno de Sudán para que no ejecutara a una señora embarazada que se había convertido al cristianismo.
Me temo que el problema no se limita a la barbarie de un pequeño grupo de extremistas. El asunto es más grave. Según el Informe 2000 sobre libertad religiosa en el mundo, en 23 países islámicos se atropella, persigue y, a veces, extermina cruelmente a las minorías cristianas. Los gobiernos y los líderes religiosos interpretan al pie de la letra las feroces instrucciones del Corán contra los infieles y en nombre de su fe les hacen un daño terrible a los cristianos.
No hay nada incorrecto en que el mundo árabe quiera volver a situarse a la cabeza del planeta. Eso es comprensible. Los chinos, que también tuvieron un pasado glorioso, quieren retomar esa posición cimera. Pero los chinos no han adoptado el camino de destruir a la civilización occidental, sino la imitan con la intención de llegar a superarla. Los chinos miran al futuro. Los árabes, en cambio, no consiguen superar el pasado. Eso es muy peligroso.