El espacio al que llamábamos “hogar” no parecía tener paredes ni puertas, mucho menos escaleras. Bastaba alzar la vista para encontrarnos con el horizonte, con cualquier horizonte, o con nuestros hermanos. Con ellos nos entendíamos en clave de humanidad, sin preguntarnos qué colores ornaban nuestros pechos ni qué ideologías impulsaban nuestros actos.
Jamás un saludo fue consigna, y a nadie se le había ocurrido hacer de la muerte un lema. Eso vino después, cuando sin darnos cuenta ya estábamos en fase terminal. Nadie tenía que subir o bajar para mirarte a los ojos; eso también lo inventamos luego, cuando la enfermedad nos consumió. La casa, toda ella un jardín, tenía mangos, maizales, aguacates, semerucos y aves, también manantiales. No era difícil escapar de la sed o del hambre, solo teníamos que poner de nuestra parte. Ahora ya no es así.
Nadie le temía a la noche. Jamás había sido nuestra enemiga, ahora sí lo es. El mismo cielo nos cubría a todos, solo teníamos que tendernos boca arriba sobre nuestros llanos, playas, páramos y sabanas para bailar en silencio y juntos con las estrellas. Esa, la del infinito, la celeste, era la única bóveda que admitíamos. No había más cárcel que la de tus propias limitaciones. Nunca nos lo dijimos, pero aún distantes o ajenos siempre mirábamos en la misma dirección. Ya antes habíamos sentido el yugo y la barbarie, y habíamos jurado ante Dios que nunca más nos volverían a encadenar.
Con la libertad no se jugaba. A nadie se le exigía más que ser, más que estar, para vivir en esta casa no había más requisito que el de existir. No se pueden cerrar los brazos, ni el pecho, del que no tiene miedo. Podías haber nacido aquí, o allá, eso no importaba. Simón le cantaba a la luna llena, y su voz era de todos. Con Andrés Eloy y Montejo nos enamorábamos y Gallegos nos advertía en sus libros (jamás “obsoletos”, como les mientan ahora) de los peligros que escondía “El miedo”. En algún momento febril se nos olvidó que teníamos que tomar en serio sus consejos.
No había quien le cantara solo a los unos y no a los otros. Soñar era sencillo. Ser felices, también. Pero olvidamos aquél juramento, y las voces de nuestro himno se nos hicieron monótonas y pesadas. Mucho tuvo que ocurrir para que la emoción del “Gloria al Bravo Pueblo” nos volviera a correr por las venas. Para entonces ya era tarde, estábamos enfermos.
No todo era luz. A nuestra casa sin techo y sin paredes, sin rejas ni candados, no le faltaba sin embargo un sótano oscuro y cerrado en el que ocultábamos muebles viejos y mohosos, hechos de verdades de las que no queríamos hablar. Los primeros síntomas de nuestra enfermedad se sintieron bajo nuestros pies: Los fantasmas que habitaban el sótano se removían inquietos. Hubiera sido mejor prestarles atención, traerlos a la luz, reconocerlos, pero preferimos obviarlos. Jugamos a que no existían, los negamos.
Antes no todo era, luz, ya lo dije, pero tampoco era todo oscuridad, como ahora. Había esperanza, pues todos queríamos hacer cesar los breves silencios que aún persistían. Esa, con nuestra ingenuidad, fue nuestra perdición. Tan ciegos estábamos, que nos encandiló el señor de la sombra, que una madrugada salió del sótano y siempre se mostró, fiel a su naturaleza, como lo que no era. Nos engañó, a todos. Le abrimos los brazos, y dejamos que las sombras, sus sombras, se apoderaran de cada espacio. Su excusa era la luz, pero no había lar en el que su huella no dejara más oscuridad. Al final, incluso cuando ya se marchó, ese fue su legado.
Fue así cómo un día abrimos los ojos y vimos que nuestra casa amaneció no sólo con un techo cerrado y ominoso que nos vedó el cielo y las promesas que con él siempre venían. Además se nos llenó de paredes y pasillos que nos cerraban el paso y que no conducían a ninguna parte.
Los otrora infinitos horizontes habían desaparecido. Ni siquiera había ventanas. Cada mirada al frente se topaba con un obstáculo, y aprendimos a mirar solo a los lados, asustados, jamás hacia adelante. Si antes podías respirar a tus anchas, ahora tenías que pedir permiso hasta para llenar tus pulmones. Antes eras un ser humano, ahora eres un número. También, si la noche (ahora terrible y cruel) lo decide, pasas a ser una estadística más, una marca en el cayado de La Parca. A nadie le importa.
Hechos de desconfianza y de rencor, empezamos a vernos los unos a los otros como lo que no somos ni fuimos jamás. Ya no hay hermanos, ni amigos, solo enemigos. Nos hemos convertido en un pálido reflejo de lo que fuimos, no hay sol que dore nuestra piel ni paisaje que ilumine nuestra mirada. Simón es “de unos”, Alí es “de otros”, y así vamos. Estamos mermados.
El miedo persiste, se enseñorea, habla en cadena nacional y todos le hacemos coro, unos por conveniencia, otros por ingenuidad y los más porque han aprendido a nutrirse de la desesperanza que nace de cada una de sus desatinadas palabras. Estamos enfermos. El miedo no sabe lo que dice ni lo que hace, esa es su cruz, pero no hay forma de evadirlo, se ha hecho omnipresente, he allí su verdadero poder. Te alcanza hasta cuando quieres comer, solo te permite alimentarte de sobras, si te enfermas ya no puedes curarte, estás en manos de Dios. Olvídate de correr o de volar, olvídate de soñar. Ya no decides, ya no te toca.
Las hienas, sus sirvientes, se pregonan “pueblo”, cuando hablan se disfrazan, pero son solo son una mueca de lo que fue el señor de la sombra, que al menos a muchos les hizo creer que era como ellos. Para llegar a ellas debes vestir rojo sangre y postrarte en adoración sumisa ante sus altos pedestales. Son inalcanzables. No es importante que entiendas su prédica, a final de cuentas es deliberadamente incomprensible e inaprehensible (así te controlan mejor) lo que les importa es que las reconozcas como las profetas, infalibles por supuesto, del ausente, del que ya partió, al que interpretan a su manera y como convenga a los azares de cada momento. Hablan con desprecio del oro, pero guardan sus tesoros donde nadie pueda tocarlos. Cada noche los vigilan desde sus ordenadores, los ven engordar y crecer con descaro, mientras tus bolsillos están cada día más flacos. La pobreza, para ellas, solo es digna si la padecen los demás.
Quizás era necesario enfermarnos así. Nos han obligado a no ver más que nuestra realidad oscura y a creer con ciega fe que no hay otra posible, pero hoy algunos se aventuran a soñar otros rumbos. A veces son encarcelados o torturados, a veces son asesinados por ello, pero su ejemplo queda, sus palabras también.
El miedo les teme. Quizás allí esté la medicina que estamos esperando. No solo la enfermedad se contagia. La esperanza también puede encenderse y saltar veloz a cada uno de nuestros corazones. Debemos dejarla entrar, derribar los muros, ver la luz, abrir las puertas y lanzar al mar, otra vez, los grilletes que laceran nuestros pasos y limitan nuestro andar. Debemos curarnos. Aún estamos a tiempo.
Gonzalo Himiob Santomé
@HimiobSantome