Ajeno no solo a los consejos de los organismos internacionales sino a la opinión de la mayoría de los venezolanos, Nicolás Maduro incide en una línea intervencionista y asfixiante negándose a aceptar la realidad de que la senda económica iniciada hace 15 años por Hugo Chávez ha llevado a la economía al borde del abismo. Las medidas de emergencia introducidas por el Ejecutivo como las cartillas de racionamiento —con una huella digital electrónica que sustituye al tradicional cartón— no han logrado solucionar la escasez de productos alimenticios y de primera necesidad en algunas de las ciudades más importantes del país.
El intervencionismo de los precios ha causado un floreciente mercado negro que agudiza el desabastecimiento, fomenta el contrabando y alimenta la corrupción entre las fuerzas policiales encargadas precisamente de evitarlo, en un panorama general de degradación progresiva más similar al de regímenes dictatoriales aislados del exterior que a un pujante país rico en recursos naturales.
Precisamente sobre estos recursos el Gobierno de Caracas está a punto de protagonizar la enésima paradoja. Venezuela, que no solo pertenece a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) sino que es depositario de las mayores reservas de crudo del mundo, se verá obligado a importar el denominado petróleo ligero ante el imparable desplome de la producción de la nacionalizada Petróleos de Venezuela (PdVSA). La del crudo es la última pieza que ha caído en lo que fueran millonarios ingresos por turismo, pesca o café, entre otras industrias que ahora también experimentan notables dificultades.
Maduro no puede permanecer ajeno al desplome económico y a la tragedia social resultante en nombre de una política que ha retrotraído al país sudamericano varias décadas atrás. El daño es de tal magnitud que la recuperación no será fácil; y es imposible que esta comience sin contar con el consenso de toda la sociedad, oposición incluida.