La igualdad es uno de los derechos fundamentales cuyo reconocimiento le costó mucho a la historia de la humanidad. Quizás por eso, a nadie sorprende que se cuide con celo su omnipresencia en Tratados Intencionales y Constituciones. En el caso venezolano, a texto expreso la Carta Magna señala que todos somos iguales ante la ley, por lo que salvo las llamadas “medidas positivas” no se permiten discriminaciones de ningún tipo. Uno asume por tanto, que luego que la norma es publicada en la Gaceta Oficial, la misma aplica por igual a todos los sujetos que están comprendidos en ella, dentro de los límites territoriales de la República.
El problema es cuando se coteja el principio anterior con la realidad criolla. Allí comienza a flaquear la grandilocuencia de las palabras para dar paso a excepciones que en nuestra sociedad se van haciendo cada vez más notorias. Basta pensar en el sistema de justicia penal por ejemplo, la eficiencia selectiva de los cuerpos de investigación, los privilegios en el trato a grupos selectos de personas, el sesgo en las valoración de las pruebas y otro sin fin de circunstancias, que van haciendo mella a nuestro gentilicio y que dibujan claramente a ciudadanos de primera y segunda categoría.
En el ámbito de las relaciones de trabajo, el contraste de nivel de severidad exigido a los empleadores del sector público y privado es escandaloso. Pregúntese por ejemplo cuántos horarios de trabajo ha visto usted colgados en edificios públicos, extintores con el mantenimiento al día, avisos de salidas de emergencia, lámparas de emergencia que funcionen de verdad. Dígame con sinceridad si le ha tocado o no apreciar acrobáticas torres de cajas apoyadas contra paneles de vidrios, pasillos obstaculizados o utilizar escaleras sin antirresbalantes y con mala iluminación. Da la impresión que un pendón del finado del cuartel de la montaña es suficiente para subsanar todo lo anterior.
Es incluso normal que los trabajadores públicos se pregunten a mitad de mes si ya depositaron el beneficio de alimentación (a pesar que la norma exija que debe hacerse los primeros cinco días) o que tengan que esperar meses para recibir pagos parciales de bonos acordados con la Administración Pública. Las estadísticas de la memoria y cuenta del Ministerio con competencia en materia laboral revelan sin pudor que apenas el 10% de la convenciones colectivas firmadas en 2013 fueron del sector público y los trabajadores que dejan de prestar servicios para el Estado esperan años para recibir el pago de sus prestaciones sociales. Los retrasos en negociaciones colectivas del sector público vulneran sin piedad los lapsos establecidos en la legislación laboral vigente, el ejercicio de la huelga causa urticaria patronal y hasta despiden trabajadores con protección de permanencia en el empleo de espaldas a los procedimientos vigentes ¿y cuántas sanciones ha visto usted?
En cambio, pobre de aquel empleador del sector privado que no cumpla con alguna de las más de ciento cincuenta obligaciones laborales y de seguridad social que están vigentes en Venezuela. Además porque el problema no es siquiera que conozca las obligaciones, sino que las cumpla según el criterio que tenga el funcionario que practique la fiscalización (que como es natural en materia de interpretaciones, puede variar entre una y otra persona). Ni hablar cuando de finalización de relaciones laborales se trata, porque salvo algunas Inspectorías donde la interpretación es ajustada a la ley, existe un alto riesgo de reenganche de personas que tenían contratos de trabajo por tiempo determinado, personas que nunca fueron despedidas; o peor, personas que renunciaron e incluso recibieron el pago de prestaciones sociales.
Mientras se alienta a los trabajadores para causar conflictos en el sector privado en nombre de una supuesta explotación del capital, se castiga a los trabajadores que protestan por el incumplimiento de las condiciones pactadas con empresas del sector público. Al final de cuentas, aunque se cuiden algunas formas, hay dos varas distintas para medir un mismo Derecho Laboral.