Un joven se acerca en la calle a preguntarnos la hora y de inmediato se nos dispara un escalofrío por la nuca. Pensamos que no habremos terminado de decir “un cuarto para las 3.00” antes de sentir el cañón de una nueve milímetros en la boca del estómago y escuchar el popular “dame la cartera y el celular”. Así de recelosos vivimos. Es que la desconfianza ha hincado sin piedad sus dientes en la idiosincrasia de este bendito país.
Por Gustavo Ocando Alex / La Verdad
Todo lo cuestionamos y de todos dudamos. Es una herencia de los últimos tiempos que se ha convertido en epidemia, por ejemplo, cuando de política se trata. Los venezolanos hemos aprendido a fruncir el ceño ante los políticos que juran y perjuran, que besan cruces y se persignan. La experiencia nos ha enseñado a pensarlo dos veces antes de creer a ojos cerrados que enfrentaremos rimbombantes la caída de los precios del petróleo o que la situación está “excesivamente normal”.
Apelamos primero al descrédito cuando un dirigente insiste en que este o aquel son corruptos, asesinos u oligarcas. Y el Presidente está lejos de escapar de los síntomas de la suspicacia nacional.
Nicolás Maduro afirmó hace tres días, flanqueado en Miraflores por sus ministros, que los asesinatos de Robert Serra y su acompañante se fraguaron en la mente de un paramilitar colombiano. Aseguró ante aliados, la prensa y el país que desde el extranjero habrían pagado “mucho dinero” por el crimen -luego su responsable de la cartera del Interior cifró en 250 mil dólares el presunto pago-.
El mandatario presentó dos videos, una confesión y una tesis oficial que explicaron detalles del asalto a la residencia y los asesinatos en sí. Pero entre esas pruebas y su tesis del asesinato político hay una distancia que ni el mismo Usain Bolt cruzaría a toda carrera sin sufrir un esguince. No hay una sola evidencia mostrada ante el país que ate los homicidios con el móvil político. Perdón, sí la hay: la mera palabra de Nicolás Maduro y su gobierno.
Es ahí donde los venezolanos se ven forzados a un salto de fe. O crees o dudas. Nos asomamos al abismo con la posibilidad de lanzarnos a dar crédito a lo que dice el dirigente. O siempre está la otra posibilidad: frenarnos de golpe para dar paso a las interrogantes.
Es la consecuencia del desprestigio: una cucharada de escepticismo administrada por el soberano. Y el peor remedio para esa enfermedad es obligar a creer. Mal hace la madre que golpea al hijo para forzarlo a hacer algo, peor hace un Gobierno que persigue, amenaza y arresta a quien manipule y entorpezca su versión.
No tener credibilidad a prueba de balas del calibre nueve milímetros es como andar descalzo en un camino lleno de piedras y vidrios. Por eso Nicolás Maduro, Pedrito el pastor, el Yeti y Santa Claus comparten una característica inequívoca: todos, sin excepción, son víctimas de la incredulidad colectiva que se pasea entre la vida real y la ficción.