Una peste. Matadora como toda peste. Inhumana. Antihumana. Como una alimaña diminuta, microscópica, que invade por dentro y carcome el organismo hasta diezmarlo. Ha sido ese el intento, desde el inicio de esta “revolución”: acabar el cuerpo social, destruir un modo de vivir e implantar otro, mortal.
Este experimento de virus comunista es un fracaso demasiado palpable para mantenerse vivo. No ha sido de otro modo nunca. No se puede ir permanentemente contra el individuo, cuando de individuos se trata. La solidaridad es otra cosa. Evidentemente: la vida se vive con los otros, porque no estamos solos en el mundo, de ahí el gregarismo connatural a la especie humana. Pero la vida en esencia es personal, individual, personalísima. En el extremo hacia la muerte, nadie piensa la vida de otro sino la propia. Diría Camus que la pregunta esencial tiene que ver con la decisión entre si la vida vale la pena vivirla o no. No la del otro. Nadie quiere morirse con otro ni por otro. Eso es un artificioso invento romántico y novelero que ya no tiene cabida. Pienso mi vida y en mi vida, y además la comparto con los demás, pero hasta allí. Si me invaden mi terreno vital, lucho, no permito que me lo expropien tan fácilmente.
El colectivismo, esa nueva peste vieja e importada, a todas luces, que quisieron implantar desde el gobierno venezolano, cuya filosofía es la de compartir la pobreza y las carencias, para hacernos más gobierno-dependientes a todos y vasallos extremos, es una enfermedad moribunda, como lo planteó Úslar en su momento: “Es cuestión de tener o no una conciencia vasalla. Es darse gozosa o pasivamente a algo que no es propio o mantenerse en angustia y vigilia en la búsqueda y afirmación creadora de lo propio”.
Es allí donde se produce el choque violento de nuestro individuo, el venezolano, contra el virus mortal y avasallante que le quisieron inocular. Veámoslo en la práctica diaria. Ese colectivismo acechante nos dice que si compramos y comemos todos del mismo queso barato y balurdo, indiferenciado, a todos nos irá mejor, sin exclusivismo ni distinción. Así, el país compra un solo producto; ya que aquí casi nada se genera, es evidente; en condiciones económicas que le son favorables al gobierno y no al individuo y, por ende, tampoco al colectivo en tanto sumatoria de individualidades, puesto que será una compra mayúscula que tendrá un precio de gran mayor y todos quedamos, pues, bien comidos con nuestro queso, alimentados y satisfechos, sin engordar mucho, que es otra recomendación de papá estado. Pero nada; todos, pobres y ricos, distinguidos y sin distinción, ni ganas de distinción alguna, reconocemos que ese queso ni queso parece, que es malo, pero no habiendo otra cosa que comer, hay que calárselo, al menos mientras salgamos de esto y podamos de nuevo, realmente, volver a poder elegir, lo que nos gusta, lo que queremos, o que nos merecemos o podemos adquirir. Eso incluye la posibilidad de elegir un gobierno decente que crea en la libertad individual y no quiera imponernos un modo de pensar la vida y el queso que me debo comer.
El venezolano carece de esa “mentalidad vasalla” señalada por Arturo Úslar, por eso no ha hecho otra cosa que revelarse ante el intento de avasallamiento: “La mentalidad vasalla tiende a ser imitativa y estéril. No tiene su punto de partida ni en la disidencia ni en la protesta, sino en la aceptación y la conformidad. La actitud del hombre integrado e incorporado a una situación totalmente aceptada tiende a arrebatarle toda individualidad y todo poder cuestionante”.
Ese intento enfermizo desde el gobierno de arrebatarnos toda individualidad es el que no ha cristalizado, ya definitivamente. El venezolano se ha aferrado, en su mentalidad libertaria, origen de su ser social, en su individualidad solidaria, pero individualidad, no colectivismo ramplón e intragable como el queso de Mercal. Ese colectivismo es una contracorriente insufrible y el cuerpo social e individual lo repele, con todos sus mecanismos de defensa, con la protesta diaria, con la revuelta consuetudinaria que vivimos al expulsar el virus mortal como quien descome con prontitud.
El virus, este ébola gubernamental, no cogió cuerpo suficiente como para arraigar en la conciencia colectiva venezolana, por tanto, el organismo que somos lo expelerá más temprano que tarde, antes de que acabe definitivamente con todo, pero no dejará vivo a este gobierno ni sus ganas de hacer de los venezolanos unos tristes vasallos, enfermos y moribundos.