El pasado lunes 1° de diciembre entró en vigencia el nuevo salario mínimo, el cual ha sido fijado por el Ejecutivo nacional en 4.889,11 bolívares. Este nuevo salario, calculado sobre la base del ficticio cambio oficial de 6,30 bolívares por dólar representaría una suma de 776,04 dólares, el cual sería, si no el más alto, uno de los más altos de América Latina, tal y como le gusta vociferar al gobierno. No obstante, dicha tasa está en la práctica en vías de extinción, siendo cada vez menor el número de operaciones que se realizan a ese monto. Por ello, lo realista es calcularlo a la tasa no oficial del llamado “dólar paralelo”, cuyo monto es la referencia que determina la mayor cantidad de transacciones económicas que se realizan en el país, debido a la enorme restricción que existe para acceder a todas las tasas oficiales. De esta forma, asumiendo que el dólar paralelo cerró el mismo 1° de diciembre a 155 bolívares por dólar, tenemos el asombroso resultado de que el salario mínimo equivale a la ínfima cantidad de 31,54 dólares, lo cual significa que, en realidad, sólo estamos por encima de Cuba a escala continental en esta materia.
Establecida esta cifra, acto seguido hay que indicar que esto representa un proceso de empobrecimiento violento y masivo de la población venezolana. Para entender esto, tomemos como referencia a un profesor universitario titular de hace 20 años, quien, al cambio tenía un ingreso que equivalía a unos 4.500,00 dólares mensuales, pero que, a la tasa de hoy, su sueldo equivale a unos 70,00 dólares mensuales. De hecho, la merma es tan grave que percibir un salario mínimo en Venezuela es igual a tener un ingreso diario de 1,05 dólares, lo cual ubica a quien lo recibe inmediatamente en el “umbral de pobreza” establecido por la ONU (ingreso de 1 a 2 dólares diarios), y con un mínimo nuevo deterioro que vuelva a sufrir el bolívar respecto al dólar en los próximos días lo ubicaría en la “pobreza extrema” (menos de 1 dólar diario), tal y como ocurrió en noviembre, cuando nuestros ingresos disminuyeron 50% en un mes y el salario mínimo bajó a 27,07 dólares. La situación es realmente alarmante.
Ante esta hecatombe, al gobierno sólo parece importarle sus finanzas, y por eso las medidas que anuncia y está implementando son estrictamente fiscalistas, es decir, buscan meterle la mano en el bolsillo a la gente para cubrir los gastos de la corrupta e ineficiente burocracia estatal. Es así como el nuevo paquetazo rojo consiste en el aumento del precio de la gasolina sin suspender previamente el subsidio petrolero directo a Cuba, por un lado, y el aumento sustancial de varios impuestos, por el otro. Estas medidas serán pronto complementadas con una nueva devaluación (aunque no se anuncie de esa manera), y la venta de activos de la República, como Citgo, cuya negociación el gobierno niega, pero otras fuentes más confiables aseguran que sigue su rumbo.
Vale la pena decir en este punto que ninguna de estas políticas apunta a resolver los problemas estructurales que presenta hoy la economía venezolana, y que correr la arruga sólo nos traerá más problemas a la larga. En este sentido, para no quedarnos sólo en la crítica y el diagnóstico, nos atrevemos a cerrar esta entrega proponiéndole al país un decálogo de soluciones estructurales que van al fondo del drama que enfrentamos y que más temprano que tarde habrá que asumir: 1) sincerar y unificar el tipo de cambio oficial; 2) desmontar gradualmente los controles de cambio y precio; 3) reorientar el gasto público reduciendo el no productivo; 4) frenar la emisión de dinero inorgánico (aquel que se emite sin respaldo); 5) devolver la autonomía al BCV; 6) revertir el proceso de expropiaciones y confiscaciones a empresas y fincas, empezando por aquellas que eran productivas; 7) garantizar seguridad jurídica a los inversionistas; 8) acabar con las donaciones y ayudas petroleras al extranjero; 9) relanzar Pdvsa sobre la base de la meritocracia y el enfoque en su actividad natural; y 10) fomentar la libre empresa y la iniciativa individual para generar riqueza y desarrollo.