El premio Nobel de economía Paul Krugman alguna vez afirmó bromeando que “Canadá está esencialmente más cerca de Estados Unidos que de sí mismo”. Después de todo, la mayor parte de sus ciudadanos vive en una estrecha faja a lo largo de las más de 3.000 millas de frontera. Es decir, cada canadiense vive más cerca de un mayor número de estadounidenses que de otros canadienses.
Lo mismo se puede afirmar sobre empresas y gobiernos. La mayor parte de ellas está más cerca del gobierno que de otras empresas: interactúan con mayor frecuencia con regulaciones y agencias gubernamentales que con el resto de la comunidad empresarial. La calidad de esta interacción y su evolución a través del tiempo probablemente sean los determinantes más fundamentales del potencial de un país para crecer y prosperar.
Pero ésta no es la weltanschauung – visión del mundo – que permea el discurso del sector privado, según se expresa en los puntos de vista de la gran mayoría de las cámaras de comercio e industria y de las asociaciones empresariales del mundo. Estas últimas con frecuencia se adhieren al dictamen de Ronald Reagan: “El gobierno no es la solución a nuestros problemas: el gobierno es el problema”.
Esta es una frase de comercial: corta, recursiva y con un dejo poético. Por desgracia, también es peligrosamente engañosa. Al fin y al cabo, si el gobierno en realidad fuera el problema, entonces parte de la solución sería cambiar lo que el gobierno hace.
La verdad es que los mercados no pueden existir sin los gobiernos, y viceversa. Los gobiernos son esenciales para establecer la seguridad, la justicia, los derechos de propiedad y el cumplimiento de los contratos, todo lo cual es vital para la economía de mercado.
Los gobiernos también se encargan de organizar la provisión de infraestructura para el transporte, la comunicación, la energía, el agua y la eliminación de deshechos. Administran y regulan los sistemas de atención a la salud, y la educación primaria, secundaria, terciaria y vocacional. Crean la reglamentación y proporcionan las certificaciones que permiten que las empresas les garanticen a sus clientes, empleados y vecinos que lo que ellas hacen es seguro. Protegen a los acreedores y a los accionistas minoritarios contra los gerentes bribones – y a los gerentes contra los acreedores impulsivos.
Sostener que los gobiernos deberían quitarse de en medio y dejar que el sector privado haga lo suyo, es como decir que los controladores del tránsito aéreo deberían salir de en medio y dejar que los pilotos hicieran lo suyo. En realidad, los gobiernos y el sector privado se necesitan mutuamente, y precisan encontrar mejores formas de colaborar entre sí.
El problema es que en muchos países, sean desarrollados o no, la relación que existe actualmente entre el sector privado y el gobierno es disfuncional. No sólo se caracteriza por una profunda desconfianza, sino que la sociedad, en términos más amplios, no cree que una relación más estrecha sea legítima ni de interés público, y por buena razón.
Con frecuencia, el sector privado se relaciona con el gobierno a fin de hacerse más rentable. Al fin y al cabo, la misión de los gerentes es maximizar las ganancias.Y el gobierno tiene formas de prestar ayuda: puede obligar a los proveedores a rebajar el precio de sus insumos, reprimir las demandas salariales de los trabajadores, proteger el mercado final de la competencia proveniente de las importaciones o de nuevos participantes, o disminuir la carga tributaria.
Pero estos esquemas hacen que las empresas sean más rentables a costa de empobrecer a sus proveedores, empleados, clientes o al fisco. Aceptar estas demandas hace que el gobierno parezca ilegítimo, y con razón, ante los ojos del resto de la sociedad, que tiene cosas más importantes que hacer que redistribuir rentas a favor de quienes ya son ricos.
Los resultados serían muy diferentes si el foco de la relación no estuviera en la rentabilidad sino en la productividad. Los aumentos de productividad permiten que las empresas reduzcan sus costos y por tanto que puedan pagar mejor a sus proveedores y empleados, que puedan disminuir sus precios, que paguen más impuestos y aun así logren obtener mayores ganancias para sus accionistas. Con el foco en la productividad, todos pueden salir ganando.
Es mucho lo que los gobiernos pueden hacer, en diversos ámbitos, para elevar la productividad. Las hortalizas frescas requieren un sistema de transporte en frío, paso expedito por la aduana, certificación de las prácticas agrícolas y permisos sanitarios. Para el turismo se necesitan requisitos sensatos para el visaje, aeropuertos de fácil acceso, señalización vial, permisos de construcción para hoteles y la preservación de lugares culturales y de la costa. La manufactura precisa de espacios urbanos adecuados que estén conectados a la energía eléctrica, el agua, el transporte, la logística y la seguridad, así como de una fuerza laboral diversificada.
Todos estos medios para incrementar la productividad requieren de instituciones que enseñen y diseminen conocimientos y habilidades específicas a cada actividad. Ninguno de ellos aparece entre las estadísticas del proyecto Doing Business (Hacer Negocios) del Banco Mundial, como tampoco en el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial. Y, careciendo de estos insumos públicos, las actividades que dependen de ellos no pueden tener éxito.
Esto es precisamente lo que sucede cuando no existe una base sólida y legítima para la cooperación entre el gobierno y el sector privado. El resultado es una provisión inadecuada de los bienes públicos que elevan la productividad y que benefician a todos.
Para lograr esta base de cooperación, muchos países necesitan un nuevo pacto entre el gobierno y el sector privado. Pero esto no será posible si los grupos empresariales insisten en centrar la discusión en torno a la tributación en lugar de enfocarse en medidas que aumenten la productividad.
En forma más general, los grupos empresariales deberían procurar sólo las políticas gubernamentales que sean claramente de interés público. Las solicitudes que son percibidas como codiciosas erosionan la legitimidad y, a la larga, la efectividad. En este contexto, organizaciones no gubernamentales que se dedican a valorar, desde el punto de vista del interés público, lo que las empresas le piden al gobierno, podrían facilitar la confianza.
Quizás más importante, las organizaciones empresariales cúpula no les hacen un servicio a sus integrantes cuando buscan imponerles una sola voz. El hacer esto por lo general lleva a que el foco esté en las políticas preferidas por todos los miembros – como una tributación más baja – en lugar de estarlo en medidas que son importantes para la productividad de cada integrante. De la misma forma en que los monopolios son malos para los mercados y la política, la representación empresarial del sector privado se beneficiaría de una mayor competencia.
Traducido del inglés por Ana María Velasco
Publicado originalmente en Project Syndicate