Un místico tepuy, una montaña de cumbre plana situada en la frontera entre Venezuela y Brasil que dejó perplejos a los exploradores del siglo XIX e inspiró la novela clásica “El mundo perdido”, está atrayendo cada vez más aventureros modernos, reseña Reuters.
Por Andrew Cawthorne/ Reuters
Fotos Carlos Garcia Rawlins
El Roraima, que alguna vez fue una meseta impenetrable para todos excepto los indígenas pemones, ahora recibe cada año miles de excursionistas, que hacen el viaje de tres días a través de la sabana, atravesando ríos y cascadas y a lo largo de un estrecho sendero que sube un precipicio espeluznante.
Y si bien esas multitudes son una bendición para la tambaleante industria turística de Venezuela, también implica la proliferación de basura indeseada en un paisaje prehistórico, poniendo presión a un ecosistema delicado.
Con sus más de 2.800 metros de altura, el Roraima es considerado territorio sagrado por los pemones, así como un símbolo espiritual para muchos otros venezolanos.
“Antes era más solitario e inhóspito”, rememoró Félix Medina, un guía de 59 años que ha estado llevando turistas hasta el tope de la montaña por más de una década.
“Me encanta todavía, pero ahora hay demasiada gente”, dijo Medina, adolorido después de llevar a dos grupos arriba y abajo del Roraima con la empresa turística local Akanan. “Es caótico, a veces. Me desilusiona un poco”.
Entre 3.000 y 4.000 turistas escalan anualmente el Roraima, desde unos pocos cientos de hace algunos años. Esto está creando filas para ascender durante las temporadas altas como Navidad y Semana Santa y, en ocasiones, deja las pocas cuevas en la parte superior atestadas de tiendas de acampar.
Los turistas extranjeros con más recursos llegan a la cima en helicóptero, especialmente los japoneses.
“Es un lugar muy exótico y queda muy lejos, lo que lo hace muy costoso y atractivo”, dijo el ex diplomático japonés Edo Muneo, de 68 años, quien al igual que sus compatriotas tuvo que superar un examen físico antes de dejar Japón camino al Roraima.
“Casas de los dioses”
En lengua pemón, estas montañas de cima plana que se expanden al sureste de Venezuela cerca de la frontera con Brasil, se conocen como “tepuyes” o “casas de los dioses”.
Magnífico al lado del Roraima, emerge Kukenan, otro tepuy, infame entre los pemones a causa de unos ancestros que se suicidaron lanzándose desde allí.
Fuera de temporada, ambas montañas tienen el aura pacífica propia de una las formaciones geológicas más antiguas del mundo.
En la vasta planicie del Roraima rocas extrañas y retorcidas, formadas cuando los continentes de América y África se separaron, juegan con los sentidos, animados a la luz del sol, fantasmales en la niebla.
En la novela clásica del británico Arthur Conan Doyle “El mundo perdido” (1912), los dinosaurios atacan a un grupo de exploradores en medio de las rocas y pantanos de fantasía.
Los viajeros de hoy pueden ver ranas negras, libélulas y tarántulas únicas en Roraima, además de una variedad de plantas endémicas que se aferran a las grietas y hendiduras.
No sorprende que sea también un paraíso para los ornitólogos.
Algunos amantes del Roraima quieren que el Gobierno, los operadores turísticos y los líderes pemones se unan para elaborar reglas que limiten el número de exploradores diarios a unas pocas decenas.
También les gustaría ver una aplicación más estricta de las normas que aseguren que los visitantes y porteadores, que la mayoría contrata para cargar su equipaje, se lleven consigo hasta la última pizca de basura.
Cristina Sitja, una venezolana de 42 años que se dedica a la ilustración de libros infantiles y que ha vivido lejos de su tierra natal la mayoría de su vida, dijo que había oído hablar del Roraima desde que era adolescente y finalmente este año decidió hacer el ascenso.
“Fue una experiencia agradable, pero a la vez triste. Yo esperaba que fuera más tranquilo”, dijo.