“¡¿Felipe González?!”. Un tipo bajito y regordete saltó ágilmente al interior del avión que acababa de aterrizar en el aeropuerto de Pudahuel, con el secretario general del PSOE entre el pasaje. Eran los últimos días de agosto de 1977. Más que la juventud del interpelado (35 años en aquel momento) el comité de recepción pareció desconcertado por la chaqueta de pana sin corbata y las largas patillas que lucía el español. Rápidamente pidieron a González que bajara del avión con ellos. El dirigente socialista informó de que llegaba con tres periodistas y todo el grupo fue conducido a toda marcha hacia Santiago de Chile.
La sombra de duda sobre si aquello podía ser una detención se deshizo en cuanto la comitiva paró ante un hotel de la capital. González fue informado de que una escolta policial acompañaría a los visitantes “para ayudar”. Y lo cierto es que, aunque seguidos por doquier, tanto Felipe González como los periodistas tuvieron libertad de movimientos durante los tres días que duró la visita.
El dirigente español recibió a familias de desaparecidos que buscaban ayuda para presionar a la dictadura. Sin problema alguno pudo visitar en la cárcel de Capuchinos a sus defendidos, Erich Schnake y Carlos Lazo, socialistas chilenos condenados por tribunales de guerra a largas penas de prisión bajo los cargos de sedición y traición. La ministra de Justicia y el presidente del Tribunal Supremo recibieron después a González. Tampoco hubo el menor problema para marcharse del país, una vez terminadas las gestiones que interesaban al dirigente del PSOE.
El Gobierno del siniestro general Augusto Pinochet había discutido si debía permitir o no el viaje. La Junta Militar que había derrocado al presidente constitucional, Salvador Allende —muerto durante el golpe de Estado— llevaba cuatro años en el poder. Los partidos políticos continuaban prohibidos, muchos de sus dirigentes habían logrado escapar, otros seguían presos. Sin embargo, el control del dictador sobre el país ya era absoluto y en el seno de su Gobierno había quien pugnaba por suavizar la dura imagen de la dictadura con gestos hacia el exterior.
Todo ello actuó a favor de permitir el viaje de González. Sin duda influyó también la enorme atención mundial —y sobre todo en América Latina— sobre el proceso español de transición a la democracia. Solo dos meses y medio antes del viaje se habían celebrado las primeras elecciones generales tras la muerte de Franco. Las había ganado Adolfo Suárez, pero Felipe González emergió de ellas como el líder del principal partido de la oposición; muy bien conectado, además, con gobernantes socialistas europeos.
Antes de viajar a Chile, Felipe González visitó Colombia como invitado oficial del Parlamento. Agasajado desde todos los colores políticos de ese país, el viaje a Colombia fue el de un político emergente en España al que se le ve un futuro brillante y él lo aprovechó para dejarse querer y soltar varias declaraciones de apoyo a la democracia colombiana. No era esa la situación que le esperaba en Chile, donde prefirió dejarse el perfil político en la gabardina —eludió hacer declaraciones a la prensa chilena, que se le acercaba con curiosidad— y centrarse en el aspecto profesional de la gestión, que consistía en pedir la permuta de las penas de cárcel por el extrañamiento a otro país.
Sus defendidos eran Erich Schnake y Carlos Lazo. El primero, exsenador socialista, había sido el responsable de Radio Corporación de Chile y de los que se mantuvieron junto a Allende hasta las últimas horas de resistencia a los golpistas en el palacio de la Moneda. El otro, Lazo, era el cerebro bancario del Gobierno de Allende.
Felipe González no fue el único que entró en la cárcel: tras una breve negociación con el comandante de la prisión, también se permitió la entrada de los tres periodistas españoles: Cuco Cerecedo (Diario 16 yCambio 16), Eduardo Barrenechea (Cuadernos para el Diálogo), y el que suscribe, de EL PAÍS. Hubo conversación con Eric Schnacke en los locutorios de la prisión.
Al cabo de varios meses, la dictadura chilena abrió la mano y permitió la salida de la cárcel de varios presos, entre ellos los defendidos por el joven González, que de este modo vio su gestión coronada por el éxito. Schnake vino a España.
La única consecuencia trágica de aquel viaje fue la muerte del periodista Cuco Cerecedo en Bogotá, al regreso de Santiago de Chile, por causas obviamente ajenas a la dictadura cuyo territorio acabábamos de dejar.
Me ha venido esta historia a la memoria al observar los movimientos de Felipe González para defender ahora a presos políticos del régimen venezolano. Y la pregunta se impone: ¿prohibirá Nicolás Maduro lo que, a la postre, permitió Augusto Pinochet?
Por Joaquín Prieto, editorialista de El País (España)