Desde luego que, con la promesa de una vida mejor que nunca llega ni llegará, pues si los logros a que puede, razonablemente, esperar la aventura humana se fundamentan en el odio, el resentimiento, la violencia y la exclusión, seguro que es como optar por la adicción a una droga que, cada día, requiere de dosis más altas para mantener la ilusión.
Infierno que, en absoluto, puede compararse al que sufrió Nuestro Señor como preludio a su resurrección y gloria, puesto que, en su caso, fue un sacrificio individual y auto elegido, que acataba una decisión divina, y, además, simbolizaba una promesa de redención y salvación cuyos resultados, siendo espirituales, no dependían del éxito o fracaso de los hechos reales.
Nada que ver, por tanto, con lo que sucede en este mismo instante en la calles, plazas, lugares de trabajo, estudio, culto y devoción de toda Venezuela, donde la violencia y la guerra por lo cotidiano, por lo normalmente resuelto -comida, alimentos, servicios-, nos retroceden a tiempos cuando la especie huía de la tierra y se refugiaba en los cielos.
En el contexto, las preguntas que más me acosan son: ¿Qué nos trajo hasta aquí, cuáles fueron las causas, errores o pecados que condujeron a tal extravío, y hasta dónde pueden atribuirse a un sector, varios sectores o a toda la sociedad? ¿Hincan en nuestros orígenes más profundos, o datan apenas de hace 200 años con la fundación de la República, o de ayer no más, hace 22, cuando un grupo de militares abandonó los cuarteles para despedazar al poder democrático y civil y sustituirlo por un régimen dictatorial que, como el de Herodes en el Israel de Jesús, nos colonizó a un poder extranjero?
Y aquí rozo, se asoma, me hace señas la imagen objeto de estas líneas, el propio Judas Iscariote (Jahudah Isqarayyot en hebreo) nacido y muerto presumiblemente en Jerusalem entre el 01-33 DC y ubicado por los Evangelios entre las piezas desencadenantes del más horrendo crimen de la historia, la pasión y muerte del Señor, pues, siendo uno de los doce apóstoles, lo traicionó y condujo a sus verdugos a que lo detuvieran mientras oraba en el Monte de los Olivos.
En otras palabras, que en el comienzo de la tragedia -como en casi todas la tragedias divinas o humanas- hubo una traición, la violación de un pacto, la ofensa a una lealtad, igual o parecida a la de aquellos militares del 4 de febrero del 92 que, habiendo jurado ante la bandera no apuntar jamás sus armas contra la democracia, el poder civil y el gobierno legítimamente constituido, salieron a pisotearlo y a derramar sangre venezolana.
Hay, sin embargo, elementos, pruebas en descargo de la culpabilidad y responsabilidad de Judas, ya que, si era actor en un drama metafísico que prometía la redención de la humanidad, de profecías que venían cumpliéndose desde los tiempos de Isaías, Elías y Jeremías, si conocía su hórrido papel en la trama y lo acató humilde y devotamente, antes que de un traidor ¿no hablamos de un fiel militante de la ley mosaica y del primer cristiano que contribuye gloriosamente a la creación del mito y la religión en cuya doctrina están fundados la fe y razón en el amor, la fraternidad, la libertad, la paz y los derechos humanos?
Ahora bien ¿podría decirse lo mismo de los traidores, desleales y perjuros del 4 de febrero del 92, seguían acaso un plan divino, de profecías que venían anunciándose desde hacía siglos, estaban permisados por alguna doctrina o promesa que justificaba su delito, la violación de la constitución y transgresión de las leyes?
Que sepamos, ni Chávez –el jefe de la asonada-, ni quienes lo secundaban en primera fila, esgrimieron jamás razones metafísicas o místicas para justificarse, sino las muy humanas de que querían luchar contra la corrupción, acabar la pobreza, reducir la desigualdad, poner fin las injusticias sociales y convertirnos en algo así como una potencia mundial.
Es decir, humanas, demasiados humanas, que no justificaban la violación de un juramento, la comisión de crímenes, el retroceso de la vida civil en todos sus órdenes, el desequilibrio en la marcha normal de la República y el establecimiento de una dictadura que, en cuanto se ejecuta por la multiplicación de disímiles, mínimos y anónimos dictadores, nos ha convertidos a todos en enemigos de todos.
Además, tenían enfrente, ante la vista, el ejemplo reciente de la caída del Muro de Berlín y del colapso del comunismo soviético -“catástrofe cósmica” según Arturo Uslar Pietri-, que obligaba a pensar, a establecer, que destruir la libertad, la democracia, el estado de derecho y la pluralidad para corregir desequilibrios políticos, económicos y sociales, no solo no los corregía: los agravaba.
En otras palabras, que el 4 de febrero del 92, y del conjunto de retrocesos que le han seguido fue, tanto la comisión de un crimen, como de una imbecilidad (o como gustaría a C. A. Montaner, Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa: “de una idiotez”) que, en cuanto se implementó apelando a la riqueza petrolera momentánea que ingresó al país como consecuencia del ciclo alcista de los precios del crudo (2004-2008), desvió, promovió, auspició y corrompió el buen juicio que pudieron tener los gobernantes de otros países de la región que, hoy vuelven, a enfrentarse al riesgo de no crear riquezas sino esperarlas de golpes de suerte, enfrentamientos, violencias y presiones que poco o nada tienen que ver con la justicia, la igualdad, la racionalidad y la realidad.
Pero volviendo a nuestro personaje, figura, símbolo o imagen de estas líneas, aquel emblema de una traición que, según pruebas aportadas por teólogos, filósofos y heresiólogos como Ferdinando Petruccelli della Gatina, en “Memorias de Judas” ( Italia:1867), Jorge Luís Borges en “Tres versiones de Judas” (Argentina: 1944) y C.K. Stead en “My Name is Judas” (Estados Unidos: 2007), no cometió, cuentan los Evangelios (Mateo, Juan) que, a poco de percibir su culpa y pecado se arrepintió, desprendió de la paga recibida y se ahorcó.
Detalle que nos habla de un Judas que, no obstante, estar convencido de que actuaba en un “drama divino”, que estaba permisado por Dios para la comisión de un delito y un crimen, no escapó a su naturaleza profundamente humanas, y por tanto, se sometió a los sentimientos y la ley de los hombres.
La gran pregunta es: Los actuales Judas venezolanos, los culpables de la comisión de un delito y una imbecilidad, los que violaron la constitución y engañaron al pueblo para imponerle una dictadura, los responsables de la corrupción, violencia, asesinatos, torturas, desabastecimiento, inflación y hambrunas que nos esperan a la vuelta de la esquina ¿serán capaces de arrepentirse, reconocer sus errores, corregir el rumbo y sin apelar al suicido físico (que tampoco es humano) si al político que tanto bien le reportaría a la República y a ellos mismos?
Preguntas que quedan en el asador de mis angustias y me hacen pensar en los miles, decenas de miles de Judas que son quemados hoy domingo por toda Venezuela, unos con los poblados bigotes y la untuosa cabellera de Maduro, otros con la grasa de Cabello, Ramírez, Padrino, etc, los más insignificantes y mal formados por gente de pueblo que ya no pedirán unas monedas por “su” quema, sino un paquete de harina pan, un kilo de carne, un litro de aceite y unos rollos de papel toalet.
Muestrario de nuestra inmensa cultura popular que tanto disfruté en mi isla de Margarita y que la cultura anglosajona copió con la también muy popular ópera “Jesucristo Superstar” de Anton Lloyd Weber y Tim Rice.
Y que siempre me dejó la pregunta si no era tiempo de ponerme a escribir un “Judas Iscariote Superstar”.