Cuando Nicolás Maduro reclama la falta de reconocimiento a la obra de la potencia que libró batallas contra el horror hitleriano se planta en la realidad que le conviene, en el estereotipo que le resulta familiar y ventajoso, en el desafío que convoca entusiasmos en torno a una causa popular o proletaria levantada contra una autocracia abominable. Pero se hace de la vista gorda ante el horror que, después de la victoria del ejército rojo, se planificó y se llevó a cabo desde el antiguo palacio de los zares convertido en agencia para la expansión de la injusticia y el crimen en la Europa del Este.
Las sufridas regiones, las martirizadas comunidades del vecindario ruso, se libraron entonces de la monstruosa hegemonía de los nacionalsocialistas pero no recibieron la recompensa de la pretendida libertad, de la democracia anhelada desde el siglo anterior. Todo lo contrario: la bandera colorada con la hoz y el martillo que reemplazó a los estandartes adornados con la cruz gamada, fue en adelante el símbolo de una tiranía oprobiosa que imponía, en países extraños sobre cuyos habitantes no podía ejercer una administración legítima, la voluntad de los bolcheviques nariceados por Stalin y por sus sucesores.
Persecuciones masivas, hambrunas memorables, campos de concentración, liquidación del juego partidista, prohibición de las lenguas nativas, censura de las publicaciones y de los espectáculos públicos, restricciones del tránsito de personas y objetos, espionaje cotidiano… en estados nacionales que habían hecho vida autónoma desde el siglo XIX, son el testimonio del establecimiento de un imperio de maldad creado desde Moscú después de las campañas del ejército rojo. No podía Maduro aludir a tales realidades mientras abrazaba a Putin, un hombre que pretende resucitar las “glorias” de sus antecesores, pero nosotros las recordamos desde aquí para evitar entusiasmos exagerados
Original en http://www.el-nacional.com/opinion/editorial/fiesta-Moscu_19_625927402.html