En el partido de Adolfo Alsina, en la provincia de Buenos Aires (Argentina), existe un lugar que evoca mejor que ningún otro la decadencia del paso del tiempo. A tan solo 7 kilómetros de la ciudad de Carhué se levanta Villa Epecuén, o mejor dicho, lo que queda de ella. A la orilla de un lago que recibe el mismo nombre, nace una ciudad en ruinas que parece emerger de entre sus aguas. Un atractivo turístico que dista mucho de lo que fue durante más de siete décadas.
Fundada el 23 de enero de 1921, pronto se convirtió en una localidad turística que llegó a albergar alrededor de 1.500 habitantes. En su época de mayor apogeo, en los años setenta, logró atraer cada verano a casi 25.000 turistas, entre los que abundaban personas de avanzada edad que buscaban un lugar donde poder reposar y mejorar determinadas enfermedades reumáticas. También fue lugar de peregrinación para cientos de judíos que acudían a Villa Epecuén debido al alto nivel de salinidad de las aguas, similar al del Mar Muerto.
Alrededor del balneario ‘Mar de Epecuén’, famoso por el auge del turismo medicinal, se construyó todo un pueblo dotado de numerosas infraestructuras. Hoteles, residencias, fábricas y un conglomerado de viviendas fueron dando forma al emplazamiento. Pero faltaba un último impulso: la llegada del ferrocarril. Así, la fluida comunicación y el levantamiento de una industria explotadora de sal, logró atraer a una población estable que no solo acudía con la llegada de la temporada estival.
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