Gonzalo Himiob Santomé: El desaliento

Gonzalo Himiob Santomé: El desaliento

thumbnailgonzalohimiobDurante años María, una gocha de cabello platinado, piel blanca como la nieve del Pico Bolívar y ojos grises y azulados como la neblina del páramo, trabajó en casa de mis padres. Era a la vez doméstica, cocinera, nana y guardiana. Era muy sabia a su manera, tanto que cuando mi padre, su esposa y mis hermanos se fueron a vivir a Boston por unos años, se la llevaron, y ni siquiera para hacer diligencias allá, por su cuenta y sin hablar ni una palabra de inglés, tuvo jamás problema alguno. Se iba a hacer mercado sola, atendía a quienes llegaban a la casa, hablaran español o no, y hasta a misa iba con regularidad. Poco sabía yo de ella, salvo que su infancia había sido muy difícil y que su relación con su madre había sido muy tormentosa. Por eso, dice mi padre, el salado le salía bien, pero sus lágrimas guardadas se le pasaban desde las manos a los dulces que intentaba, de manera que no le quedaban sabrosos. Le sabían a melancolía.

Tan celosa era con nuestro hogar que alguna vez mi padre, siempre barbado como patriarca bíblico, llegó a casa tras haberse rasurado completamente (en toda mi vida lo habré visto así, con el rostro lampiño, solo una o dos veces) y cuando preguntó por su esposa, nuestra María, que no lo reconoció, lo miró de arriba abajo con suspicacia y desconfianza. Estuvo a punto de sacarlo de allí y hasta le insinuó, molesta, un reclamo a “la señora” por eso de estar recibiendo en casa visitas de extraños “cuando el doctor no estaba”. Así era María.

Una de las cosas que más recuerdo de María era su habilidad para inventar palabras y expresiones. Cuando mis amigos de la cuadra y yo entramos en la adolescencia y, presos de nuestras hormonas, empezamos a ver a las muchachas de la zona como mucho más que simples compañeras de juegos, María se burlaba de nuestra “sangre caliente” y de nuestros “tembletes”. Cuando le echábamos broma o se molestaba con nosotros por cualquier causa nos descargaba su disgusto con un “¡No sean mifunes!”, acompañado de su nariz fruncida y de un gesto indescriptible con el pulgar de su mano. Y cuando estaba triste o se sentía mal, esto lo recuerdo especialmente, lo que nos decía con voz atribulada, era que “sentía un desaliento muy grande”.





En estos días, cuando el paralelo ya ha superado, indetenible, la barrera de los cuatrocientos, cuando hacer mercado o comprar medicinas se ha convertido en una verdadera proeza, cuando no en un acto de indignidad y humillación, cuando todos los días se reciben, cada vez más cercanas, noticias de asesinatos, de secuestros y de atracos; cuando no hay insumos ni para ganarle terreno a la muerte en los hospitales que ocupan de los niños con cáncer, he buscado una expresión que describa lo que veo en la calle, lo que percibo en cada esquina, en cada conversación captada al vuelo, lo que se siente en las farmacias, en los abastos, en las casas… y la única expresión que me cuadra es la de María: Venezuela vive “un desaliento muy grande”.

No se trata de la “frustachera”, esa emoción que mezcla la frustración con la arrechera. Pese a algunos episodios de los que dan cuenta las redes sociales aquí y allá, la rabia está, por el momento, domada… o dormida, ya se verá. Tampoco es apatía, pues tal y como están las cosas, el que se deja vencer por la apatía, se muere de hambre o de mengua. Es algo mucho más íntimo. Es como si el aliento, el aire, se nos estuviese escapando de los pulmones sin que podamos retenerlo. Estamos ahogados, forzando bocanadas, bajando la mirada mientras nos desgastamos en colas de mendigantes para ver qué nos toca el día que ordena nuestro número de cédula, o poniendo nuestros pulgares en máquinas, todopoderosas, que deciden por nosotros qué necesitamos o no. Vamos caminando arreados por senderos que nos repugnan y que nos hacen sentir indignos, de nuestra nación, pero lo que es más grave, de nosotros mismos. Lo peor es que no hallamos la fuerza que se necesita para, al menos, demostrar nuestra inconformidad. Nadie quiere, ni puede, arriesgarse a quedarse sin lo que necesita, o sin lo que necesitan sus hijos, solo porque alguna mañana de ignominia nos agarra con el gentilicio, el de verdad, atravesado.

Pero es peor la cosa. Desaliento sienten los oficialistas, cuando se les pide lealtad a prueba de balas contra la realidad inocultable de la corrupción, la ineficiencia y la ignorancia en el poder más absolutas de toda nuestra historia. Desaliento que sienten los funcionarios públicos, varias historias me han llegado de esto, cuando ven que en sus evaluaciones laborales salen “raspados” en el primer ítem que se considera de ellos, en el único que cuenta, uno que no tiene que ver con su preparación, con su buen desempeño o con sus credenciales, sino con su “compromiso con la revolución” que se mide, además, sobre la base de si fuiste o no a tal o cual manifestación oficialista o depende de si firmaste o no una carta contra las sanciones de Obama. De nada vale que en tu casa te hayan enseñado que eso de las solidaridades automáticas, mucho más cuando se trata de investigaciones pendientes sobre hechos muy graves, contra sujetos en particular que ni siquiera conoces (que no contra Venezuela) no va. Tener criterio, y hasta ser prudente, es pecado.

Desaliento también sienten los opositores, que no ven reflejadas en sus liderazgos políticos sus angustias. Acá pareciera que en casi todos los casos, el pueblo va por un lado y los políticos van por el otro. La muestra está en los pases de factura, y en las diatribas y peleas entre los partidos opositores, por las posibles candidaturas a la AN ¿Dónde están el plan alternativo, o las acciones concretas para lograr que éstas tengan lugar a tiempo y para que en ellas se respete de verdad la voluntad del pueblo? No escucho sino llamados a dar “saltos de fe”, y eso no nos basta; también promesas de cambios “mágicos”, que nadie con dos dedos frente puede dudarlo, no serán tales, no serán inmediatos ni dependen de si se tiene la mayoría en la AN o no, sobre todo cuando son muy pocos los diputados opositores hoy activos, los propuestos por los mismos que ahora se los pelean o los imponen, que han cumplido tras ser electos sus funciones con seriedad. Eso por no hablar de los que han dado impresionantes saltos de talanquera ¿Dónde están las garantías de que, al menos, los nuevos “ungidos” asistirán con regularidad a las sesiones? ¿Cómo evitamos las traiciones o que a la vuelta de unos meses a algunos “les pique” la curul y ya anden ofreciéndose para cualquier otro destino público, dejando a sus electores, a los que confiamos en ellos, como la guayabera? Revisen los trabajos hechos sobre esto por Pedro Pablo Peñaloza, Laura Weffer, o por otros comunicadores, para que entiendan de lo que estamos hablando.

En uno y otro bando, los venezolanos nos merecemos más. Es el futuro el que está en juego. Es hora de defenderlo. Solo así venceremos a “este desaliento tan grande” en que se ha convertido nuestro país.