Les escribo desde un lugar donde la moral resbala y no moja, como una gota negando su existencia. Aquí, donde primero soy hombre antes de ser ciudadano; donde la justicia predomina por encima de una ley que sólo busca ser obedecida, y no resolver los problemas de la sociedad. Me dirijo a los demás, en un lugar donde el voto es una rendición y el hombre es la victoria de la resistencia a toda mediocridad.
No es nuevo que nuestras decisiones llevan al menos once años pasando por guillotinas institucionales, que cercenan los deseos de estabilidad y bonanza humana. Pero, no es esto lo peor del régimen, sino que la Oposición Teatral (como merece llamarse) ha enseñado al venezolano a limitarse a una sola ruta, cerrándole las puertas a un sinfín de posibilidades y se ha aislado en ella: se ha vuelto un «ermitaño del voto» sin darse cuenta.
El voto como punto de cambio sólo puede serlo en un ambiente de separación de poderes, garantías jurídico-políticas que respalden y respeten la decisión de cada individuo, y respeto a los derechos fundamentales… claramente todo lo contrario a la realidad venezolana. Entonces, queda como una vía fútil (además de incongruente) apegarse a un proceso «institucional» infestado de corrupción y una inexistente fiabilidad, si lo que se busca es salir de los asesinos que hoy detentan y destruyen, a la vez, el Poder.
Hay que ser incisivos a la hora de mantener que los únicos beneficiados del sufragio en estas situaciones sociopolíticas (que más bien lo han forzado a ser un mero reproche sin respaldo sustancial) son los mal-llamados partidos políticos que, sin un sustento electoral, son meros mercaderes que buscan timar al ciudadano encadenado, vendiéndole una llave a cambio de su futuro, con la cual no encontrarán su Libertad, sino encerrarse aún más en un calabozo.
Desde hace al menos sesenta años, estas grandes mafias políticas se hacen llamar «demócratas» por sólo llamar al voto y hacer bulto para unas elecciones que los mantendrán más afianzados en el Poder. Ahora, ante una deserción casi absoluta del escalafón estatal, quieren imponerse en el social, obligando moralmente a la sociedad a ejercer un derecho que – muy irónicamente – la desfavorece y otorga equilibrio a los déspotas.
El voto en condiciones normales es una excelsa manera de reclamar un cambio, o manifestar una opinión. Pero, cuando la Institución que debe velar por la confidencialidad y por la juridicidad del voto (único, directo y secreto) se derrumba a los pies de la corrupción y a una política de bajeza, que responde a los deseos de un dictador, el voto da paso a su estabilidad política con una fachada de incompetente pero «democrático».
El hombre jamás debe dejarse llevar por la atemporalidad de un cambio que jamás le beneficiará, ni lo llevará al futuro («cambio indetenible, el cambio ya viene, el cambio está cerca»). Mientras ese cambio sea por medio de métodos que atenten contra su existencia, el hombre tiene que negarse a ellos. Es inhumano resguardarse en quimeras que dejan desprotegido al hombre, y no lo refuerzan. En este caso, en tanto el hombre siga atendiendo a los procedimientos del régimen, colaborará con su propia muerte.
En Venezuela, el voto y el hombre son dicotómicos. Uno es la capitulación del otro. Son existenciales: uno necesita desaparecer para que el otro viva. Si el hombre vota, el régimen vivirá; si el voto es desconocido – en conjunto con sus compradores de alma –, el venezolano se mantendrá íntegro. No podemos seguir compareciendo en un juicio donde el juez es nuestro verdugo, y el jurado ayuda a posar su hacha en nuestra nuca. Una vez que desconozcamos ese «tribunal» estaremos enrumbándonos a la Venezuela Futura.
¡Libertad o nada!