Un cuento juvenil. Mi película serie B soñada
I. Lo que quedaba del edificio del Convento de la Virgen de La Pacificación poseía más altivez guerrera que solemnidad piadosa.
En el Departamento de Madre de Dios en Perú fue construido en 1552 por el infame Hernando del Besto como emplazamiento defensivo en el noreste, asediado por los tiuatanes, una raza misteriosa y legendaria que había tenido grandes momentos hacia los siglos XIII y principios del XIV.
Aunque ese territorio ya amazónico suele denominarse Pacificación, popularmente se le conoce como el “país de Tiuatán” aunque poco pacífico, por cierto. En 1610 solo quedaba una dispersión de tribus, buena parte absorbida por los conquistadores, que ellos llamaban “invasores”.
Para entonces la pequeña fortaleza dedicó un mediano edificio lateral, separado por una muralla, a un convento de la orden chermejina, ya asentada en esa húmeda región del sureste peruano. Los usos religiosos se extendieron por siglos, compartidos con presencia militar irregular por casi 300 años.
Ahora bien, en 1685 ocurrieron acontecimientos que aún desafían a los estudiosos.
En medio de batallas de la época, hubo una invasión que literalmente arrasó el convento y la guarnición. Lo que no pueden descifrar los historiadores es cómo de 125 hombres y mujeres residentes en ambas instalaciones, se contaron 14 víctimas pero ningún sobreviviente. No hay recuento de escape del resto y no se encontró a ninguno de los “desaparecidos”. El ejército de refuerzo llegó un par de días después pero no encontró rastros (o muy pocos) de quienes faltaban.
Huelga decir que se tejieron innumerables especulaciones. Una habla de algún método muy efectivo para deshacerse de los cuerpos, como mercurio junto a otras “pólvoras” (sólo que no se encontraron trazas de tipo alguno).
Otra conjetura popular habla del cóndor: Dios mandó un “escuadrón” de cóndores para salvar a los sobrevivientes de un segundo ataque. Otra más extravagante: que por algún indecible conjuro se transformaron en los “hombres mosca” o “en las aves-noche”.
Y aquí empezó la leyenda de este lugar, que ha obsesionado a centenares de historiadores y curiosos, yo incluido.
Hacia principios del siglo XVIII comenzaron a reportarse casos esporádicos pero muy extraños. Soldados o proveedores del castillo aparecían muertos, mordidos por animales salvajes. Esto, en el fondo, no hubiera sido extraño, dado que desde siempre se han visto jaguares y caimanes en los alrededores y hasta en el castillo.
Lo notorio y aterrorizante es que estos animales no tienen la costumbre de vaciar de sangre a sus presas. Incluso en algunos casos la víctima estaba físicamente intacta y, sin embargo, seca de fluido sanguíneo.
Diversas investigaciones fueron inútiles. El territorio era demasiado extenso e impenetrable, con lluvias interminables e inundaciones. Los avistamientos de “ese simio u oso que bebía sangre” aumentaron y daban cuenta de todo tipo de seres: panteras cruzadas con lobos; “Pagotos”, el Yeti amazónico y el más horrible: una especie de hombre-mosca o ave-oscura, ambas chupasangres.
Hacia 1754 fue abandonado el castillo y se consolidó su fama de lugar maldito. Los “encuentros” y “testimonios” en el bosque se han sucedido hasta el presente. Hay fotos borrosas de estos seres, una de las cuales muestro más adelante.
Violentas lluvias terminaron por precipitar una parte importante de ambas instalaciones. Y en estas ruinas, ya dejadas al abandono hace 150 años, me encontraba.
II. Crassas Estulutzú es mi nombre.
Soy arqueólogo. En 1903 fui a Tiuatania, uno más de cientos de investigadores que habían auscultado las ruinas palmo a palmo. Pero no, debo ser justo y decirles que no fui uno más. Tenía un valioso documento del siglo XVIII, que me fue dado para buscar un indicio que nadie había revisado en ese castillo.
Las circunstancias por las que ese documento llegó a mis manos no las diré. Lo importante es que lo tenía y marcaba un punto en los restos del edificio principal donde había una bóveda oculta con respuestas.
Llegamos en la tarde, iba con Antón, mi asistente.
Contemplé la mole recortada contra el lento crepúsculo. Sentí que retaba todo mi sentido común ejecutar esa investigación, pero no podía evitarlo. El angosto camino a veces empinado nos llevó a un templado bosque selvático. Donde antes se erguía un poderoso portón ahora apenas un muro raído y una vía libre para entrar.
Estaba en lo que fue el Convento de la Virgen de La Pacificación, la cuna de tantas leyendas: el “hombre mosca”, los vampiros, las “aves-noche”. Adentro había una pendiente de tierra, hecha de pisos, terrazas y paredes derruidas. La subimos y alcanzamos el patio de armas, un terraplén con grandiosa vista sobre una montaña a 1.500 metros de altura.
Levantamos campamento. El tiempo había trabajado con calma pero contundencia: el castillo estaba limado, como un monolito inerte salido del infierno. De vez en cuando mi mente huía de la ciencia y miraba aquello con terror supersticioso. Hacía un frío muy soportable, unos 15 grados.
Conversé con el asistente la estrategia del día siguiente. Comimos, se fue a dormir y yo decidí revisar mis documentos. En esencia: las notas selectas de un libro de 1773, encuadernado en cuero y con indicaciones para encontrar una bóveda, una pequeña cámara con pergaminos invaluables.
La evidencia: la Cruz de Tiuatán o Cruz Tiuatana, un símbolo sincrético de “religión diabólica”, propio de esta raza de la que se sospecha hay sangre inca. El símbolo se multiplicaba en algunas esquinas de lo que quedaba.
Lo sorprendente es que el documento parecía mostrar una conexión entre la Cruz y las misteriosas desapariciones que por siglos han plagado la región: gente que aparecía muerta, o sencillamente no aparecía. No se habían reportado en los últimos 20 años, pero igual nos turnaríamos la vigilancia, fuertemente armados.
Tomé el primero, alrededor de una robusta fogata y aproveché para repasar algunas anotaciones. Encendí una pequeña mota de opio. No me atreví a caminar más allá de cierto punto en plena noche, rodeado de ese manto de misterio y de miedo que daba el paraje…
Silbidos cruzaban la noche y formaban en mi mente imágenes fugaces que me llevaban a eventos ancestrales, dentro y fuera de esos muros…
Sí, mi vigilia y el sopor del opio me sumergieron en un agitado entresueño. Sentía las “aves-noche” acechar, las terroríficas aves-noche.
Tomé la lámpara, la alcé y la dirigí al suelo al azar. Había un escarabajo en el piso, uncoleoptera adephaga. Al sentirse bañado de luz pareció despertar y caminó muy rápido hacia adelante. Lo seguí, no sin antes llevarme conmigo mi morral y mi canana.
A veces perdía al coleóptero y giraba mi haz de luz hasta ubicarlo. Corrió hasta una galería semi destruida, pero aún techada. Entró en un cuarto de baja y siguió en línea hacia una puerta aparentemente clausurada. Pasó debajo de la puerta (el coleóptero).
Instintivamente giré la perilla (era una puerta moderna, puesta ahí por el Ministerio de Guerra hace muchos años) y se abrió con un rechinar. Sentí el golpe de una atmósfera fría y antigua. La llama tembló y sólo se estabilizó cuando me detuve.
Estaba frente a un corredor hecho por mi lámpara, como si pintara paredes ancestrales con fotones frescos. Delante de mí seguía diligentemente el escarabajo. Recordé, no sé porqué, el fragmento de Don Petronio Gabriello en el poema La alfombra de piedra (1774):
Son halados por un hilo de silencio
Más se arrastran por la alfombra…
Aparecían súbitamente frescos y me daba la impresión de una escolta espiritual más de temer que de confiar. Por el efecto del tiempo, muchas de estas pinturas estaban desfiguradas.
El escarabajo dobló varias esquinas y se detuvo frente a una pared ¿fin del camino? Tomé mi navaja y comencé a rasparla. Poco a poco apareció un aro enterrado. Recargué la lámpara con aceite y al rato desenterré el pesado anillo de cobre que concluía en un engranaje. Lo así, girándolo a la derecha y a la izquierda alternativamente. Una violenta sacudida me lo arrebató de las manos. Retrocedí con miedo. La pared giró pesadamente produciendo un ruido sordo, rozante, pedregoso.
Lo que creí un muro resultó un secretum ostium, una puerta secreta. Entré con mucha precaución y bañé de luz un recinto pequeño, como de diez metros cuadrados. El olor a encierro era insoportable. Iluminé el piso y noté, en la esquina sur, una abertura circular, una especie de pozo cuyo fondo iluminado por el candil no se veía.
Vacilé entre llamar a mi asistente o emprender un rápido reconocimiento. Al escarabajo no lo vi más. Me até la lámpara al cinturón e inicié el descenso por una endeble escala colgante, desesperadamente largo. En vano trataba de iluminar el fondo, parecía atravesar las capas geológicas de la tierra.
Descendí probablemente por espacio de quince minutos. No veía mis pies ni sobre mi cabeza, sólo el limitado globo de luz a mi alrededor. Una mirada casual a un peldaño reveló una Cruz Tiuatana, emblema de la difunta secta sincrética tiuatano-española de los siglos XVI y VII, cuyo desenlace continúa siendo otro enigma para la historia.
Continué bajando hasta que pisé el vacío. Acerqué la lámpara y vislumbré un suelo de piedra, al cual podía saltar. Ahora ¿podría trepar de vuelta? Pensé que sí y me precipité al suelo. Uff, al instante me arrepentí.
Estaba en una especie de mina, con poco oxígeno y hasta el vaho de la lámpara se hacía visible, viscoso en el aire. Al mover el resplandor noté un agujero circular en una pared, un hueco de fondo oscuro e insondable. Asomé la cabeza. En mi morral llevaba suficiente combustible para explorar y en todo caso tenía una cuerda con ganchos.
III. Comencé a transitar un pasillo cilíndrico, a ratos dos veces más alto que yo, otras a ras de mi cabeza.
Todo tipo de escenas se sucedían en los frescos, sorprendentemente vibrantes: luchas entre españoles e indígenas, trajes rituales de ambos combatientes, la selva en miles de combinaciones… pronto el suelo plano dio paso a escaleras labradas en la piedra, diez hacia abajo, unos seis metros en plano, escalones labrados, digamos, 150 en trayectoria curva, recta, pero siempre descendiente. Descansos de pocos metros y más escalones hacia abajo.
Cuando ya comenzaba a desesperarme en ese laberinto univial, el pasillo termino en una salida, tras la cual se veía un tenue resplandor. Al traspasarla penetré en un gran aposento, como una galería a juzgar por el eco. La sensación de oxígeno limitado se mitigó. Caminé al lado de un muro de piedras oscuras y brillantes.
Me aterroricé súbitamente al contemplar Anillos de Amanaupa, inconcebibles objetos de tortura que los tiuatanes usaron contra sus enemigos y que, se dice, los conquistadores decomisaron y usaron contra la tribu de marras. Colgaban de la pared, abandonados por siglos.
Cuando la pared hizo esquina, vi a mi derecha una especie de altar de la misma piedra, abandonado. Llegaba un olor rancio, típico de compuestos orgánicos cuando son almacenados por siglos. Detrás del altar colgaba una cortina que, al acercarme, entendí era una bandera con el símbolo de la Cruz Tiuatana. La calidad de la tela me impresionó, parecía no tener tiempo.
En el piso tropecé con objetos heterogéneos de satanismo sincrético. Emití un sonido gutural para calcular las dimensiones del recinto, como de 200 metros cuadrados y pronto era yo un globo de luz que taladraba esa pesada y gélida oscuridad.
Huesos de murciélagos en el piso y huesos que me parecieron humanos pero que no toqué. Alcancé el otro extremo de la gran estancia, cruces de Tiuatán en todas partes, el cadáver fresco de una serpiente, cercenada su cabeza, el fragmento de una cadena, un… “¡¿Qué?!”
Examiné con terror el reptil macheteado: en efecto cortado seca y limpiamente hace poco, con una herramienta, no con dientes o garras. Era trabajo humano. Un escalofrío indecible recorrió mi cuerpo y me sumió en un temblor estático que no podía reprimir.
Sentí la oscuridad y el frío sobre mi espalda. Los dibujos en la pared se tornaban cada vez más sobrecogedores: monstruos, mantícoras, murciélagos gigantes, caimanes de dos cabezas devorando tribus completas e incluso a soldados europeos y a sacerdotes católicos.
Puse la lámpara en el suelo, saqué mi pipa y comencé a aspirarla para bajar un poco la ansiedad. Debía regresar. Me sentía abrumado. Al voltear contemplé siete individuos parados frente a mí, en una especie de semicírculo. El del centro llevaba la Cruz Tiuatana estampada en el frente de su toga oscura.
“Bienvenido a Tiuaquirop, señor Estulutzú. Es usted el primer visitante que tenemos en siglos”.
Me incorporé lentamente. Poco a poco fui asimilando la certeza de la presencia de esas personas y, cuando apenas me convencí, miré a los alrededores cómo se acercaban otros portadores de antorchas, con capuchas que me impedían ver sus rostros. El líder prosiguió:
“Soy Nelpiro Kumpo, sumo sacerdote de la secta Tiuaquirop. Somo moradores de las profundidades. La sombra ha sido nuestro cobijo y la piedra nuestro escudo. Sabemos que existe un mundo con Sol pero lo despreciamos. Sólo visitamos la superficie de noche …”
No importaba el esfuerzo: sólo veía ojos alargados y vidriosos entre las pliegos de tela. Mi incredulidad y mis nervios desdibujaron bastante lo que me dijo Nelpiro, pero aquí os lo resumo:
En 1610, en efecto, bajo el cargo falso de que entre la guarnición y el ejército había relaciones non sanctas, una facción disidente de un ejército disidente mayor atacó ambas instancias. Con poco tiempo de aviso, los agarrados desprevenidos. El resto se refugió en el convento, porque el castillo ya había sido parcialmente invadido.
Asediados y rodeados, se atrincheraron en la torre central y sus sitiadores los creyeron arriba, pero bajaron por un agujero natural que permitía el paso de una persona a la vez. De allí a la piedra laberíntica de una cueva. Luego, por desgaste de ciertos pasajes, un derrumbe selló la entrada y obligó a los escapados a seguir hacia las profundidades.
Los escapados transitaron una serie de conductos naturales hacia galerías subterráneas. Afuera, sus enemigos revisaron palmo a palmo, buscándolos. Adentro, no carecían de agua, pero su alimentación era poco variada y sofisticada, de hecho era repugnante en algunos casos.
La guerra se extendió hacia las tribus tiuatanas que quedaban en la región y las intentaron exterminar una por una. Se cuenta que un grupo cercano a la montaña del castillo, obsesivamente asediados por el ejército español, halló una ruta a las porosas entrañas de la montaña y, luego de un deambular de meses, algunos se encontraron con los disidentes religiosos. En vez de luchar optaron por colaborar, y más temprano que tarde esa colaboración implicó cópula y descendencia cruzada. Unieron ritos y símbolos.
Como no podía ser una religión de luz, lo que hicieron estos topos humanos fue un sincretismo católico-tiuatano, que ya no adoraba a Yavé en los Cielos y a su primogénito, sino a dioses zoomórficos y a insólitos seres compuestos.
Las combinaciones químicas de esas aguas, la dieta tan sui generis, la ausencia de luz, la interacción con una nueva fauna de microbios y microorganismos hicieron el resto. Al parecer… Algunos investigadores anteriores
Adquirieron la facultad de ver con mínima luz e incluso en ausencia total. Se adaptaron a los estrechos pasadizos y ríos subterráneos. De noche salían a cazar y sus mutaciones los hicieron vampirizarse, aunque de un tipo más omnívoro que no dependía exclusivamente de la sangre.
Sus correrías por la selva eran prácticamente impunes, a no ser por animales como jaguares. Lo impenetrable de la selva mantenía su leyenda intacta. Consolidaron una religión, una sociedad nictálope que se extendía desde los árboles más altos hasta la piedra profunda.
IV. Este relato me dejó sin aliento.
— Es obvio, Don Crassas, que no podemos dejarlo salir –dijo Nelpiro.
— ¿Por qué no, si no voy a decir nunca nada? Le doy mi palabra de honor.
— Hemos escuchado demasiadas “palabras de honor” que no lo fueron.
Mientras decía esto yo auscultaba las posibles rutas de escape. Era difícil discernir cuántas personas me rodeaban, qué tipo de armas tenían, en fin…
Se dijeron unas palabras y, de una forma u otra, comenzaron a rodearme. Uno de ellos ondeaba una larga cuerda, enrollada en su antebrazo. Se acercó otro llamado Puma Punkuto, armado discretamente con un cuchillo. Se presentó y me pidió que me rindiera sin violencia.
Por un instinto que ahora celebro, me abalancé primero, lo así fuertemente por el cuello y pude comprobar poco peso y dureza de piel (pesaría la mitad que una persona de su tamaño en la superficie), lo amenacé públicamente con mi pistola que coloqué en su sien.
Otro de ellos se lanzó hacia mí, emitiendo un chillido agudo extremadamente desagradable… No tuve más remedio que disparar. El tiro lo levantó del suelo para lanzarlo hacia atrás. El estallido retumbó de tal forma en la galería que los “sacerdotes” cayeron aturdidos en el piso y ocurrió un caos en los espectadores que se acercaban, haciéndolos correr en todas direcciones. Yo mismo, al no prever la amplificación exagerada del disparo, quedé con un silbido incesante en mis oídos por largos minutos. Sentí sobre mí el volar desesperado de miles de murciélagos, sin que cesara el silbido.
Comencé a desplazarme trabajosamente con Puma Punkuto asido fuertemente por el cuello, quien me decía con el poco aliento que tenía: “¡No lo logrará, es inútil, ríndase!”
Varios guardias habían llegado, dispersándose para rodearme. Alcancé una de las puertas del primer altar, el silbido persistía pero sentí decenas de pasos que se aproximaban. Tomé una antorcha de la pared, incendiando la bandera gigante que tapizaba el muro detrás del altar principal. Un pedazo ardiente se desprendió, lo tomé por un extremo y me lo llevé conmigo, junto a Puma Punkuto a quien apuntaba a la cabeza. Una flecha me rozó el rostro e hice varios disparos a la oscuridad, creando más caos y dispersión.
Un audaz guardia desafió el cerco y se lanzó suicidamente sobre mí. Levanté la tela ardiente, que lo envolvió y pronto era una tea humana que se abría paso entre sus compañeros aterrorizados.
Yo continuaba usando a Puma como escudo, pero comenzó a ponerse difícil, a sacudirse y rehusar continuar. En ese forcejeo le arranqué la capucha. ¡Oh! Contemplar su rostro casi me partió el corazón del impacto: era una cabeza oblonga, plena de pliegos, cubierta totalmente de minúsculos bellos, con orejas negras grandes y puntiagudas… ¡Era un murciélago! Una especie intermedia, un horrible mutante.
Sentí tal impresión y asco que lo solté violentamente y me lancé solo por la primera puerta que vi (no la misma por la que llegué a la galería). Blandía la antorcha en una carrera alocada por un camino que no conocía. El trecho hasta el primer descanso de la escalinata se me hizo larguísimo.
Me sacudió el temblor de muchos pasos y garras, el humo se acumulaba y me ahogaba, restándome fuerza. De mi cantimplora tomé lo que quedaba de agua. Me hice de fuerza y emprendí un ascenso que sentía inútil, pero imaginar lo que pasaría si me atrapaban me hacía sobreponerme y seguir.
En el camino vi a lo lejos el ejército que me perseguía: seres, ya sin capuchas, con ojos inyectados de sangre y pequeños colmillos, en medio de una insoportable agregación de chillidos.
Llegué a un recinto y no vi puertas. El fin, pues, pero no los dejaría atraparme vivo así que tomé mi pistola para acabar con todo… hasta que noté un agujero en el techo, con peldaños similares a los que usé para bajar. Me acerqué y no hallaba cómo treparla, salté pero estaba muy alta. Ya mis perseguidores se asomaban a los lejos. Recordé una cuerda con ganchos que tenía, me costó trabajo sacarla del morral. La lancé y fallé. Lo hice otra vez y otra vez hasta ensartar el garfio en un peldaño. Lo trepé con la menguada energía que tenía.
Cuando entré en el cilindro labrado en la piedra sentí la electrizante mordida de una flecha que se hundió en mi muslo derecho, pero la [adrenalina] era tal que seguí adelante a pesar del lacerante dolor. Me la extraje justamente cuando alguien se abrazó de mi pierna izquierda.
Noté que era sorprendentemente ligero. Con sus garras que me hirieron en el recorrido, se subió conmigo al pasadizo vertical. Lo aprisoné contra la pared y le apreté el cuello (baboso y cubierto de unos vellos lisos), le di un tiro y lo ahogué y solté para que cayera encima de otros frenéticos que ya escalaban para atraparme.
Escuché sus gruñidos y me rozaron dos flechazos. El cilindro de piedra comenzó a curvarse, de modo que los perdía de vista pero sin duda se acercaban. La herida me laceraba e impedía subir más rápido. Tomé un aliento profundo y continué.
Menos mal que solo podía subir uno a la vez, por lo cual se me ocurrió una idea. En una esquina del ascenso los esperé. Cuando vi las garras y el horrendo rostro del primero le disparé y cayó sobre el siguiente, ocasionando un bienvenido embotellamiento que me dio una pequeña ventaja en la escalada. Me quedaban tres balas y una antorcha menguada.
En un codo del ascenso esperé de nuevo, disparé al líder, le pegué la antorcha y se encendió rápidamente (aquellos seres ardían con gran rapidez). El cuerpo en llamas se precipitó, llevándose consigo a dos o tres que le seguían. Los chillidos de furia me ensordecieron y el humo casi me sofocaba.
No obstante alcancé como pude el tope del cilindro y llegué a una habitación, esta vez completamente sellada, sin agujeros, ni puertas o ventanas, excepto el círculo donde había salido, y por donde pronto surgirían mis enemigos. Grité de frustración y el eco me atormentó. El bullicio de mis perseguidores me hizo calcular que llegarían en unos cinco minutos. Me quedaba una bala.
Me paré de espalda contra un muro. La antorcha en el suelo terminaba de consumirse. Respiré con calma, resignado. Tomé mi arma y la puse sobre mi sien. Vi la primera garra salir del círculo, ya todo estaba perdido.
Miré a mis pies, el coleoptera adephaga pareció salir de la pared. Inmediatamente escuché el estruendoso trillar de piedras cuando giró la pared conmigo, apoyado en una vibración contundente. Allí estaba Antón, mi asistente, candil en mano:
— Crassas, tuve un sueño, al despertar vi un escarabajo y lo seguí…
Eran las 4:45 am. Una flecha destinada a mí y que me rozó el cuello, le atravesó el hombro.
— Antón ¡corre!
Contemplé al arquero que preparaba una flecha para mí y le dediqué mi último tiro. Ya emergían otros. Antón estaba tan impresionado que no había llegado a sentir el dolor real del flechazo. Giré el aro del otro lado de la pared y ésta se cerró pesada y obedientemente. Un perseguidor que pretendió salir fue aplastado por el violento movimiento y fue partido en dos.
Le extraje la flecha a Antón.
— ¡No hay tiempo para explicarte, vámonos!
A nuestras espaldas el muro se estremecía por la orden interna de girar. Pronto estarían detrás de nosotros. En una alocada carrera hacia el agujero en la muralla traté de contarle a Antón, pero mis palabras no tenían sentido alguno para él.
— ¡Las “aves-noche”, las “aves-noche”! Son mutantes, murciélagos, tiuatanos, monjas, Nelpiro.
De repente de una esquina surgieron varios para emboscarnos y, en una desafortunada escaramuza, atraparon a Antón quien soltó su revólver. Me detuve, recogí el arma y disparé como pude, pero no había nada qué hacer. Lo apresaron entre muchos y los llevaron a un cuarto donde no lo vi más.
Seguí la carrera, salí del castillo pero mis perseguidores venían de varios puntos hacia mí. Al frente había una explanada donde ya los sentía desplazarse. Al oeste un precipicio hacia el que corrí trabajosamente, ya que el dolor en mi pierna era paralizante.
Llegué al borde del desfiladero, no podía ver qué había abajo. Sólo sabía que a unos 600 metros, fluía el río Madre de Dios o un afluente. Mis perseguidores estaban a pocos metros, a lo lejos una franja de anaranjado anunciaba el amanecer. Las “aves-noche”, los mutantes murciélagos frenaron la carrera y venían a mí calmada y ritualmente, no había salida. Aparentemente me querían vivo. Y yo, Crassas Estulutzú, ateo, miré el precipicio (que no me miró de vuelta), me encomendé a un poder superior y me lancé al vacío.
Mi cuerpo chocó contra una pendiente de pequeñas piedras y comencé a rodar furiosamente hacia la falda de esa montaña. Cuando la gravedad se atenuó, me levanté con lo poco que me quedaba de energía. Había recibido una paliza. Los murciélagos humanos ya se sentían desplazarse entre los árboles. Escuché abajo, como a 15 metros, la corriente del río.
Y me lancé de nuevo.
V. Tardé cinco días en alcanzar la civilización, gravemente herido.
Reporté el hecho pero no como ocurrió. Obviamente, me hubieran tildado de loco si hablaba de hombres-murciélagos que moran en las profundidades de un monolito rocoso. Simplemente les dije que me separé de Antón, quien se perdió en la selva, y fui atacado por indios de los que logré escapar.
Mi herida en el muslo, los maltratos posteriores e infecciones en la selva me han obligado a un par de operaciones, pero ya estoy mejor y aún camino con muletas.
No le he contado esto a nadie (excepto a usted, que me lee) y le pido que no haga mención … todavía.
Cuando me mejore pienso volver a Tiuaquirop y ver si termino de develar este misterio. Por favor, espere mi recuento al respecto, si es que alguna vez ocurre. Las pesadillas me atormentan y he llegado a creer que solo volviendo puedo superarlas.
En mi alocado escape dejé todas mis posesiones en el camino, pero cuando llegué a una medicatura rural donde me salvaron la vida y comencé a recuperarme, encontré algo en mi bolsillo.
Una pequeña piedra circular, de unos cinco centímetros de diámetro, con la Cruz Tiuatana cincelada. No recuerdo cómo llegó allí pero la guardo como un peligroso tesoro.
Me acompaña a todas partes desde entonces. Un recordatorio de que contra todo sentido común y precaución, debo regresar tan pronto pueda al misterioso y peligroso reino de Tiuatán.
Crassas Estulutzú,
1904
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IMÁGENES: Lúdico.