Lo voy a llamar Juan, pero cualquiera de ustedes puede ponerle el nombre que quiera. Es un hombre joven, en sus tempranos treintas. Igualmente, a nuestros efectos, podría ser una mujer venezolana, de más o menos la misma edad. Estoy seguro de que todos conocemos a personas como ellos. Me gusta mucho hablar con él porque Juan era, hasta hace muy poco, un ferviente oficialista, y aunque era dado, como muchos aún lo son, a repetir hasta el cansancio ante cualquier alegato o queja ese rosario de mensajes comunes y de vasos vacíos en que se ha convertido, desde hace mucho, la “línea” oficial, es un joven inteligente, y lo que es más importante, pacífico y abierto en la defensa de sus posturas. A Juan, así se lo ha dicho a su novia, que es amiga de mi esposa, también le gusta conversar conmigo. Le dice que “pese a mi edad”, (¡esa manía de los muchachos de verlo a uno, con sus 45 a cuestas, como si fuese una momia!) y pese a mi “posición política”, le he demostrado que soy capaz de ponerme en su lugar y de confrontar sus ideas y puntos de vista sin ofenderlo ni agredirlo. Eso me halaga y me da esperanzas. Ojalá siempre fuese posible una comunicación a ese nivel y de esa forma con todo el que no piensa como nosotros.
Siempre que he tenido la oportunidad me he sentado a hablar con Juan. Hablamos de todo, y nuestras tertulias, algunas de las cuales se han extendido, cerveza o roncito en mano, hasta que el sol ya nos anuncia la mañana, han tocado temas que van desde la religión hasta el contraste entre sus gustos musicales y los míos, pasando por supuesto por la política, y ¿por qué no reconocerlo?, por las mujeres, o mejor dicho, por lo que nuestras amadas mujeres nos hacen sentir cuando están en las buenas y también cuando están en las malas. Salve decir, por cierto, que este último tema las diferencias de edad se desvanecen por completo. Hay cierta atemporalidad en lo que las féminas y su poder sobre nosotros nos hacen sentir… y a veces, padecer. El delicioso y adorado tormento al que nos someten nuestras damas, con sus luces y sus oscuridades, con sus sonrisas y regaños, con sus besos y sus celos, al parecer, no tiene edad…
En fin, no siempre fue así. No siempre pudimos hablar de esta manera. Recuerdo que cuando iba a conocerlo, hace ya unos tres años, lo primero que me advirtieron tanto mi esposa como su amiga, la novia de Juan, era que no me “enganchara” con él porque “era chavista”. También me pidieron que evitara el tema político para que la fiesta “transcurriera en paz”, pues Juan no era de los que solapan sus opiniones ni sus ideas. Cuando llegó a nuestra casa por primera vez, su apretón de mano fue firme, pero distante, y esa vez no nos dedicamos más que el saludo y la despedida. Era comprensible, Juan no sabía de mí sino lo que se dice, casi siempre falso, en los blogs y en los medios oficiales. No creo ser “famoso” ni mucho menos, pero sí soy conocido por quienes se interesan en la lucha que se libra en el país, la de la ciudadanía contra los abusos del gobierno, la del respeto a los derechos humanos, y como estas son batallas en las que de manera indefectible uno está en la cancha contraria a la del poder, en el oficialismo, sin matices, se me ve como un “opositor radical”, como un “traidor”, como un “apátrida” y a veces hasta como un “criminal”.
La advertencia era y es común, todos la hemos escuchado alguna vez, sobre tal o cual persona, en eventos similares, pero en mi caso, era innecesaria. Quienes me conocen saben que guardo las espadas y las lanzas verbales para los estrados judiciales, y que en el pequeño dominio que es mi hogar trato de que las confrontaciones, especialmente las políticas, se queden afuera. Al menos en mi casa, nadie puede robarme eso, sí puedo proponer y decidir cómo nos manejamos los unos con respecto a los otros y sí puedo procurar la armonía que espero se refleje luego en cada rincón de mi nación. Jamás dañaría, le faltaría el respeto ni incomodaría a un invitado solo porque no esté de acuerdo conmigo o porque no ve las cosas como a mí me gustaría que las viera. No es eso lo que me enseñaron mis padres, ni es eso lo que quiero para mi país.
El hielo fue cediendo poco a poco. Bastaron unos cuantos encuentros más para que Juan se diera cuenta de que el “lobo” que le habían pintado no era tal. Entre chalequeos (los venezolanos saben a qué me refiero) y chanzas, adobadas de vez en cuando con algún comentario serio, pero respetuoso, sobre las carencias que todos padecemos, la desconfianza inicial se convirtió en interés, y una noche hace como un año, por fin, me soltó a bocajarro que le gustaría sentarse a hablar conmigo ¿De qué? Pues del país, y del rumbo que había tomado tras la muerte de Chávez.
Así empezaron nuestras tertulias. No han sido tantas, la verdad sea dicha, pero han sido densas y reveladoras. Y digo “reveladoras” porque Juan ha pasado, en muy poco tiempo, de ser un defensor a ultranza del “proceso”, armado de clichés, algunas veces, pero muchas veces también de argumentos; a ser un venezolano consciente y crítico al que no hay cadena nacional ni “mazazo” que lo encandilen sin dejarle ver, como lo vemos casi todos ya, que el país va por muy mal camino.
Quiere casarse, pero no puede, hasta soñar con conseguir casa para hacer hogar le es impensable. Tiene rato tratando de comprarse un mejor carro, pero tampoco puede. Es joven y le gusta vestirse a la moda de ahora (es una de sus contradicciones con la que más le he echado broma, lo confieso) pero comprar los zapatos que le gustan, los Lebron, los Jordan o los Kevin Durán, de la Nike, tomando en cuenta que ya cuestan entre cuarenta y ciento setenta mil bolívares, es sencillamente imposible. Las salidas con su novia se han limitado a la playa, de día, o a las casas de los amigos, y siempre con un ojo adelante y otro atrás, no vaya a ser que algún “bienandro” les desgracie la vida… y así.
“Esto –se refiere a lo que estamos viviendo ahora- no es lo que Chávez quería”, me dijo sin malicia y sin cartas bajo la manga, la última vez que hablamos, poniendo sobre la mesa lo que a veces pasa desapercibido: El poder de la esperanza, fallida, falaz, pero esperanza al fin, que Chávez vendía, que caló hondo y que sigue siendo en muchos la última hoja de un árbol desnudo y mustio, que ya se sabe, no da para más. Pero no solo eso, Juan me mostró a pecho abierto, también, una inmensa y abrumadora decepción.
“En diciembre voy a votar por la oposición, –remató luego, antes de irse, ya de día- no porque me guste mucho ni porque crea en ellos, sino porque es hora de cambiar el rumbo. El proyecto fracasó”.
Pude decirle muchas cosas en ese momento, pero a veces el silencio es mejor. No debió ser fácil para Juan decir lo que dijo y abrirse de esa manera, aceptando lo que hasta hace nada le hubiera sido imposible aceptar. Lo vi marcharse y confirmé que este cuento, definitivamente, ha cambiado mucho.
@HimiobSantome