Cualquier rostro humano, de cualquier persona, en cualquier época, es inigualable dentro del gran universo mamífero o el más reducido club de los homínidos, reseña El País.
¿Por qué? Una extensa revisión de cientos de cráneos de primates, humanos actuales y homínidos extintos ha intentado responder a esa pregunta. Sus resultados se leen como un apasionante relato de cómo y cuándo surgió esa rareza evolutiva que llamamos cara.
El trabajo estudia dos partes del cráneo: la posterior que contiene el cerebro y los huesos que componen el rostro. En el encaje de estas dos piezas está la clave para comprender por qué los humanos no tenemos cara de mono, aunque muchas veces nos veamos muy parecidos a ellos. La muestra incluye a chimpancés, gorilas, bonobos y orangutanes.
En todos ellos se ha observado la misma regla inmutable en el desarrollo de sus cabezas: cuanto más grande es el cráneo, más grande es la cara proporcionalmente en comparación con el neurocráneo. De esta forma el tamaño del neurocráneo y el de la cara se correlacionan negativamente entre sí en los simios.
El tamaño es importante pues esos rostros anchos y salientes sirven de soporte para una dentición poderosa necesaria para una vida en la jungla comiendo brotes, hojas, frutos y, ocasionalmente, carne. “Un chimpancé y un gorila tienen el cerebro del mismo tamaño, pero el gorila tiene un cráneo mucho más grande y por tanto también lo es su cara”, explica Paul Palmqvist, paleontólogo.
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