El tema del papel político de los intelectuales ha sido abordado innumerables veces, siendo, posiblemente, el primero que lo hizo, Julien Benda en “La Traición de Los Intelectuales” (1927) y, uno de los más recientes, Michael Walzer en “El Compromiso Político de los Intelectuales en el Siglo XX” (1988). Escuetamente, manifestamos nuestra preferencia por la obra de éste último, ya que consideramos que Benda, defensor del “distanciamiento de la sociedad” por parte del “intelectual verdadero”, incurrió en el pecado de “traición” que denunciaba, al tomar partido durante la guerra fría, con Sartre y otros, por el régimen totalitario soviético frente a la democracia capitalista norteamericana (a la que Stalin llamó en 1948 “El Imperialismo Norteamericano”).
Nuestra reflexión es más particular y restringida. Está referida al proceso de derrumbamiento de la democracia venezolana que luce como una realidad inocultable -su punto de partida fue el golpe militar del 4 de febrero de 1992- y al hecho de que muchos intelectuales de “izquierda”, de “derecha” e “independientes”, antes y después del golpe, aportaron su grano de arena para deslegitimar la democracia. Era comprensible que los de “izquierda” actuarán así porque, como “opositores desleales” según la clasificación de Juan Linz (comunistas, ex-guerrilleros, etc, enemigos a muerte de AD y COPEI que los derrotaron en la lucha armada), su objetico final siempre fue el derrocamiento de la democracia.
Para avanzar en la explicación del comportamiento de los otros dos grupos (“derecha” e “independientes”) vamos a partir de la siguiente consideración general de Linz: “La libertad de expresión, el rechazo de la censura, el derecho a la heterodoxia cultural, religiosa y política y la libertad para el disenso han sido y continúan siendo la preocupación central de los intelectuales y los artistas”. Si esto es así, parece obvio admitir que no existe sistema político que brinde espacio más extenso a dichas libertades que las democracias liberales (libertades civiles y políticas, imperio de la ley, separación de poderes, elección y rotación de los gobernantes, garantías legales para la oposición al gobierno).
Luego, también parece lógico arribar a la conclusión de que el sistema democrático liberal debería contar con un formidable apoyo en la comunidad intelectual.
Precisamente, el gran descubrimiento encontrado por Linz en sus estudios de Política Comparada es que esa conclusión no tiene respaldo empírico: “el análisis del papel político de los intelectuales en muchas democracias en crisis demuestra como pocos asumieron la defensa pública de la instituciones democráticas liberales”. A esto es a lo que se llama una paradoja trágica.
¿De dónde procede esa repetitiva ambivalencia de los intelectuales con la democracia? La explicación -nos dice Linz- sería: a) El elitismo de los intelectuales, y su hostilidad hacia el hombre medio (que son la mayoría de los electores); b) su repugnancia al político profesional, al que considera inferior; c) su aborrecimiento a la política, basadas en intereses propios de personas o de grupos; d) su asco por la disciplina partidista que al final promueve dirigentes de “segunda” y no a “creadores” como ellos; e) su hostilidad y crítica hacia otros intelectuales que se “rebajan” a servir al sistema democráticos, a sus partidos y líderes.
Estas ideas son las que nos permiten entender los comportamientos perjudiciales para nuestra joven democracia de tantos intelectuales de mayor y menor importancia que, sin ser izquierdistas, ayudaron a minar las bases de la democracia. Pero, debemos advertir que no pretendemos aquí escribir desde la rigurosidad de la investigación histórica realizada por Linz, cuyo estudio se basó en el análisis del comportamiento de los actores políticos en el proceso de caída de la democracia en 13 países. En décadas futuras historiadores, politólogos, sociólogos, etc. podrán hacer con Venezuela algo similar a su citada investigación: “La Quiebra de las Democracias” (1978).
Sin embargo, no nos podemos esconder tras esa excusa para no señalar que hubo muchos intelectuales, demasiados lamentablemente, que actuaron como “opositores semileales” -según la clasificación de Linz- y con su discurso, antes y después del golpe del 92, minaron la legitimidad de nuestra democracia y abrieron el camino a su proceso de derrumbamiento. Sin duda, entre tantos, el Dr. Arturo Úslar Pietri, jefe del grupo autodenominado “Los Notables”, encabeza la lista, desgraciadamente. Decimos desgraciadamente porque, como dice Linz que ocurrió con otros líderes democráticos en otros países, tenemos que suponer que ni él ni tampoco el Dr. Caldera querían un régimen de rasgos totalitarios para Venezuela y no tuvieron “conciencia del peligro en que se encontraba el sistema en momentos críticos antes de su derrumbamiento”.
Diferente es el caso de tantos intelectuales de izquierda que mantuvieron siempre una posición abiertamente contraria a la democracia, siempre buscaron su derrocamiento y aspiraban a una sociedad socialista a imagen de Cuba. Pues es obvio que quien admira y venera al dictador Fidel Castro prefiere para el país un régimen político totalitario y no uno democrático. Muchos de estos intelectuales expresaron públicamente su apoyo y admiración a Fidel Castro en el “Manifiesto de Bienvenida” de febrero de 1989.