Dejaba atrás, mi casa, mi familia, mis vecinos, mis amigos. Atrás quedaron esas cosas a las que se refiere Leonardo que hacen de tu casa tu hogar. Aún extraño mi cama, mi balcón con vista al Ávila, mi piano, mi sala de estar, mis libros, mi taza de café amoldada a mi mano, mis cd rayados con los boleros de Luis Miguel, cuya letra vociferaba a toda garganta mientras andaba por esas largas carreteras que me llevaron por todo el país, recorriendo la casa grande a la que se refiere Leonardo, llena de pancartas y afiches de los presos y perseguidos o compartiendo con mis hijos sus hermosos parajes.
Cuando llegue a Praga, la ciudad que me ha acogido, pase muchos días de pesar y tristeza, sobre todo cuando el otoño dio paso al invierno, y la oscuridad llegaba antes de las 3 de la tarde. Me asomaba al balcón del pequeño apartamento, y las tejas rojas reemplazaban al Ávila, y los días de cielo azul se turnaban con los días grises que se hicieron mas recurrentes, y el frio se acentuó y llegó el invierno con pocos días de nieve. La novedad para mi fue saber que tenia que seguir ahí, que no estaba de vacaciones por pocos días, sino que ahí vivía ahora y por ahora, no podía regresar a mi país.
Pero superar esos primeros meses se los debo a mi casa, esa casa grande de Leonardo, que ahora es aún más grande, porque ya no limita con los países hermanos de Sudamérica y el mar caribe, sino que no tiene limites en su extensión. Mi casa ahora es la casa de venezolanos aquí en Praga, la casa de venezolanos en Paris, la casa de venezolanos en Ginebra, la casa de venezolanos en Bruselas, la casa de venezolanos en Berlín, la casa de venezolanos en Ámsterdam, la casa de venezolanos en Madrid, y todas aquellas casas de compatriotas que me han abierto las puertas donde quiera que he ido, llenas de tanto espíritu de venezolanidad, que me han confortado en mi tristeza, sin hablar de aquellos amigos que no son venezolanos, pero que han sido tan solidarios, receptivos y preocupados por lo que a mi me pasa y por lo que pasa en nuestro país, que es como si lo fueran.
Nuestros compatriotas viven día a día buscando la forma de ayudar y aportar ideas para que nuestro país vuelva a ser la Patria libre, democrática y con futuro próspero que una vez conocieron. Algunos tienen muchos años afuera, otros pocos, pero cada rincón de sus casas huela a Venezuela. Un cuadro, una foto, una cesta, un sillón, una ruana, una gorra, una bandera!…sentarme con ellos en su mesa y saciar mis nostalgias de arepas, empanadas y tequeños, mientras recorremos nuestras vivencias allá en la casa grande, ha sido sin duda aquello que me ha reconfortado con este exilio de trabajo sin descanso que me ha traído a Europa. Cada uno de ellos ama a Venezuela, como la amamos todos, porque la venezolanidad se lleva a donde quiera que vamos.
Durante años lidie con la patria enferma, denuncie al cáncer autoritario y de irrespeto que se ha apoderado de ella y quienes me conocen saben que no le tengo miedo al monstruo. Siempre lo tuve cerca, pisándome los pasos, y lo vi a los ojos cuando niños que podían ser los míos nos contaban como habían sido torturados por horas el pasado año, o cuando familiares de personas asesinadas o secuestradas lloraban ante nosotros sin saber como empezar a lidiar con la pesadilla que enfrentaban. Estuve dentro de su sistema circulatorio, aquel que alimenta al cáncer, cuando fui a declarar, aún sabiendo quienes son y cuanto daño le han hecho a compatriotas que han pasado por sus mazmorras, porque si hay algo que conozco bien, es lo malo, cruel y peligrosos que son.
Por eso salí de la Casa Grande, para poder seguir lidiando con su infortunio, porque a pesar de aceptar que no podía continuar en mi lugar, jamás he pensado en divorciarme o naufragar. A Venezuela la llevo agarrada de la mano, para tratar de evitar con mi granito de arena, que el Alzheimer del que sufren algunos, la locura de otros y la indiferencia de muchos, no la lleven al limite de la irrecuperabilidad. Y gracias a mi nueva casa, esa que ahora es aún más grande, llena de compatriotas comprometidos, luchadores, solidarios, valientes, pero sobre todo, amantes de nuestro país, he podido seguir adelante en mi denuncia y en mi trabajo, soñando con mi regreso a ese “techo azul de casi todo el año”, “el clima de las mangas cortas y la risa fácil”, “la neblina a caballo de sus páramos,” “su sol de tamarindo y papelón” que tan bellamente describió Leonardo Padrón.
Miles de venezolanos regados por el mundo tienen hoy una casa aún más grande, con las puertas abiertas donde regocijarnos. Donde quiera que estemos, ahí estará Venezuela.