El hecho de vivir este 14 de agosto en Cuba nos hace partícipes a más de once millones de personas de un hecho histórico que trasciende la subida de una insignia a lo más alto del mástil. Todos estaremos hoy en el epicentro de lo que suceda.
Para mi generación, como para otros tantos cubanos, termina una etapa. No significa que a partir de mañana todo lo que hemos soñado se concrete, ni que la libertad irrumpa por obra y gracia de un trozo de tela que bate cerca del Malecón. Ahora llega lo más difícil. Sin embargo, será ese tipo de camino cuesta arriba en que no se podrá echar la culpa de nuestros fracasos al vecino del norte. Empieza la etapa de asumir lo que somos y reconocer por qué sólo hemos llegado hasta aquí.
La propaganda oficial se quedará sin asideros. Ya le ha estado ocurriendo desde que el 17 de diciembre el anuncio de restablecimiento de relaciones entre Washington y La Habana nos tomara por sorpresa a todos. Aquella ecuación, tantas veces repetida, de no permitir la disidencia interna ni la existencia de otros partidos porque el Tío Sam esperaba una muestra de fragilidad para lanzarse sobre la Isla cada vez es más insostenible.
Veremos a esos que hasta hace poco nos convocaban a la trinchera y ahora se dan la mano con el contrincante y explican el cambio como una nueva era
Ahora, los ideólogos de la continuidad advierten que “la guerra contra el imperialismo” se volverá más sutil, con métodos más sofisticados… pero las consignas no entienden de matices. “¿Son el enemigo o no lo son?”, se preguntan con la lógica simple de la realidad todos aquellos que vieron su infancia y juventud marcadas por la constante paranoia hacia ese país al otro lado del Estrecho de la Florida.
Hoy, cuando una representación oficial cubana comparta junto al Secretario de Estado John Kerry la ceremonia de apertura de la embajada de Estados Unidos, quedará una foto de familia que ya no podrán desmentir ni minimizar. Ahí veremos a esos que hasta hace poco nos convocaban a la trinchera y ahora se dan la mano con el contrincante y explican el cambio como una nueva era. Está bien que así sea, porque esos pragmáticos de la política ya no podrán volver a decirnos lo contrario. Los hemos pillado respetando y dándole entrada a la bandera de las barras y las estrellas.
La oposición también debe comprender que vivimos nuevos tiempos. Momentos de llegar a la gente, hacerles ver que hay un país después de la dictadura y que pueden ser la voz de millones que sufren cada día las estrecheces económicas, la falta de libertades, el acoso policial y la ausencia de expectativas. El autoritarismo que se expresa en el caudillismo, el no querer hablar con el diferente o el desaire al otro por no pensar igual, sólo son otras formas de reproducir el castrismo.
Una lucha de tiempos transcurre en Cuba. Un encontronazo entre dos países: el que se ha quedado varado en mitad del siglo veinte y el que puja por salir adelante
Una lucha de tiempos transcurre en Cuba. Un encontronazo entre dos países: el que se ha quedado varado en mitad del siglo veinte y el que puja por salir adelante. Son dos islas que chocan, pero se necesitan. Sabemos, por ley de la biología y del inevitable Cronos, cuál se impondrá. Pero ahora mismo están en plena colisión y nos arrastran a todos entre sus fuerzas contrarias.
La portada de este viernes del periódico Granma muestra esa lucha entre un pasado que no quiere dejar de protagonizar nuestro presente. Un tiempo pretérito, de uniformes militares, guerrillas, bravuconería y pataletas políticas que se niega a dar paso a un país moderno y plural. Cuando se estudie la edición que hoy ha publicado el órgano oficial del Partido Comunista, será fácil detectar cómo el país que se deshace se aferra para intentar no dejarle espacio al que viene.
En esa Cuba futura, que está a la vuelta de la esquina, unos nietos inquietos me preguntan sobre un día perdido en el verano intenso de 2015. Con una sonrisa, podré decirles: “Yo estaba allí, lo viví… porque comprendí el punto de inflexión que significaba”.
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