A veces hallar motivos para seguir amando a Venezuela es una tarea titánica, casi imposible. Sí, hoy escribo desde el cansancio, desde la rabia, y especialmente desde la tristeza. Esta semana no ha sido el Ávila, gentil y majestuoso, ni nuestros impecables atardeceres los que se han dejado ver al asomarme a mi balcón. No he encontrado el solaz de alguna sonrisa imprevista o de algún gesto de cercanía que al vuelo te llega, a veces, restaurando tu fe en tus semejantes, ni he podido escapar, ya no es posible, de las malas nuevas que ya son costumbre y norma. Estoy indignado. La imagen que me ha devuelto cualquier atisbo hacia afuera, más allá de mis cuatro paredes, me ha llegado vestida de miedo. “Caracas muerde”, dice el narrador Héctor Torres, pero hoy a mí me parece que todo el país está hecho de fauces y colmillos.
Me pongo en los zapatos de Laura, una abuela a la que unos criminales le robaron su sagrado derecho, ganado tras largos 93 años de pasos y huellas en este mundo, a marcharse de esta vida como correspondía, en sus términos, en su lecho, en paz, rodeada del amor de los suyos. La mataron a golpes… sí, a golpes, para quitarle sus cosas ¿Qué amenaza podía significar ella, sola, delgada, mayor, para unos criminales que, si seguimos las estadísticas, están seguramente en plena juventud y eran mucho, pero mucho más fuertes, físicamente hablando, que ella? ¿Por qué matarla? ¿No les bastaba el oprobio del robo? ¿Qué código de sangre manejan estos demonios que les impone demostrar tal vileza, tal nivel de cobardía? Cuando hace ya más de veinte años empecé a trabajar en el mundo penal, en los tribunales y en mis clases en “La Planta”, una de las cosas que más me sorprendió fue que hasta entre delincuentes había reglas que no se violaban. En aquellos tiempos ni siquiera el peor de los malandros cruzaba ciertas líneas. No había “honor” ni “respeto” en matar por matar, ni en violar, mucho menos cuando se trataba de niños, de mujeres o de ancianos, y no había perdón para el que se “comiera esa luz”.
Especialmente recuerdo una conversación que tuve con un joven, en aquellos tiempos condenado por robo, toda una “joya” como decimos acá, que según me dijo había caído preso por no haber matado en un atraco a una señora que al final lo había identificado. No se arrepentía, “a las madres no se las mata”, me dijo cuando lo visité en el “tigrito” al que lo habían mandado como castigo tras aplicarle a un violador recién llegado al penal la “marca del caracol”. Para los que no saben qué es eso, es la cicatriz en espiral que le quedaba para siempre en las nalgas a los violadores, cuando los otros reos en algunas de nuestras cárceles los sentaban, por las malas, sobre hornillas eléctricas encendidas y al rojo vivo. Lo dicho: Hasta entre choros había comportamientos que no se aceptaban. Hoy no es así.
Pienso en John, maniatado en su casa, temiendo que los criminales le hicieran daño a su mujer, a la que también sometieron e hirieron cuando los robaban. Lo imagino irreductible, valiente, pensando sobre todo en proteger a su dama, tratando de mantenerse fuerte y sereno, pero bañado en sangre, recibiendo de un imbécil que cree que eso lo hace “más hombre” puñalada tras puñalada hasta que en un momento todo se le hizo perpetua oscuridad. Pienso en Liana, sometida, violada, descuartizada por aquellos en los que alguna vez confió, y luego usada además como excusa para cacerías de brujas, que vendrán, y solo imaginar qué pudo haber pasado por sus mentes en sus últimos minutos me ahoga y me hace querer levantar en mis manos, como decía Hernández, una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes, sedienta de catástrofes, y hambrienta… y eso es lo peor: Nos llevan al punto en el que, al menos por un momento (y un momento es todo lo que se necesita para caer en ese abismo) el talión no nos parece tan malo y hasta la marca del caracol nos seduce. Los inhumanos, armados además con la impunidad con la que actúan, nos deshumanizan. Nos quieren como ellos, caemos en su trampa, y se abren puertas que luego no pueden cerrarse.
Se ve en todo el país. Mientras el gobierno persigue y mantiene injustamente presos a estudiantes, tuiteros, políticos y hasta a videntes, empeñando en ello todo su esfuerzo e ingentes recursos, mientras la moda del día en el poder es buscar por todos lados culpables imaginarios de sus graves carencias, mientras en los medios e instituciones oficiales la consigna es negar la realidad a costa de lo que sea, a los verdaderos criminales se les deja hacer y deshacer sin coto.
El hedor a complicidad y a acomodo llega a las nubes y el pueblo, víctima directa de tal dejadez, se ve forzado a la justicia por propia mano. Esto es aterrador. El delito es un fenómeno contra el que toda sociedad reacciona. La reacción puede ser formal, controlada, eficaz, y así debe ser, cuando las instituciones funcionan y la gente cree en ellas, pero también puede ser informal, sin control de ningún tipo y hasta salvaje cuando no hay tribunal, ni fiscal, ni policía en los que la gente crea. Aquí y allá los linchamientos y las ejecuciones están a la orden del día, asómense a las noticias si no me lo creen; los secuestros, y muchísimos otros delitos, en su mayoría, no se denuncian -¿Para qué?, se preguntan muchos- y la gente prefiere en muchos casos resolver las cosas por su cuenta y a su manera que someterse al remolino obtuso de esta “institucionalidad” ineficaz, corrupta y artera. Es la prueba indiscutible de la absoluta deslegitimación de un sistema penal que, a fuerza de ser usado como arma política, a fuerza de abandono, de desidia, y tomado como ha sido por los delirios, improvisaciones y experimentos de ignorantes que no dejan de fallar, ha dejado de ser lo que se supone que debe ser y ha dejado de servir para lo que se supone que debe servir.
¿Será esta una estrategia deliberada, una montada para mantenernos todo el día pendientes de no caer en las garras del hampa y no de los actos y omisiones de quienes, al final, son los verdaderos culpables de que las cosas hayan llegado a este punto? No lo sé. Me inclino más a pensar que se trata de un juego perverso en el que el gobierno, disfrazando de “humanismo” su conspicua ignorancia en este tema, se abrió hace años de piernas ante el crimen, creyendo, iluso, que así sería el que pondría las reglas del juego y lo mantendría bajo control y a su servicio. Nada más torpe que eso, bastante que se advirtió. Ahora montan, todas pompa y show, razzias contra los más pobres en las que el “humanismo” se les agotó, pagan justos por pecadores y se pretende combatir lo malo -el delito- con “más malo” -la arbitrariedad y el plomo- todo para ocultar la que fue quizás la traición, la renuncia cobarde y la burla más grandes que han existido al mandato que en nuestra Carta Magna monopoliza en la autoridad la potestad y las armas para protegernos del crimen, de los golpes, de las puñaladas y de los balazos.
@HimiobSantome