Lawrence Ross se veía agotado, con la cabeza gacha y los ojos enrojecidos cinco días después de huir de su casa, que había quedado en el camino de un muro de fuego. Ross llegó a un centro de secundaria de la pequeña localidad de Lower Lake, desde donde las autoridades escoltaban brevemente a los residentes de la zona evacuada para inspeccionar sus hogares y comprobar el estado de sus mascotas y ganado.
AP
No habían dejado que los vecinos regresaran desde que se declaró el incendio el sábado, unas 100 millas al norte de San Francisco. Las llamas calcinaron miles de acres y redujeron a ceniza más de 800 hogares.
Cuando le dijeron que ya no se permitía el acceso en absoluto, ni siquiera con escolta, Ross soltó un gran suspiro, sacudió la cabeza y luchó por contener las lágrimas. “Creo que mi casa está bien, pero no lo sé, y mi perra está allí, y mis cabras y caballos y alpacas”, me dijo. “Mi perra, mi perra”.
Yo llevaba cubriendo el incendio buena parte de la semana y tenía previsto volver a la zona para buscar más historias. Así que tomé mi mapa y dije “Muéstreme dónde está su casa. Me pasaré cuando salga”.
Ross, de 76 años, hizo una marca en la carretera Big Canyon.
Tras unas 10 millas de carreteras retorcidas y esquivar postes de luz derribados, llegué al camino a su casa. Tenía un mal presentimiento, pensando en todas las casas quemadas hasta los cimientos, y en los cinco días que llevaban solos los animales.
Increíblemente, su casa estaba intacta, con la tierra calcinada alrededor en el lugar donde los bomberos habían frenado las llamas.
Dos caballos pastaban en el jardín. Las alpacas me miraron desde su corral. Las cabras correteaban como si nada hubiera pasado.
Pero no había indicio de Thumper, la anciana labrador de 30 kilos de Ross.
Caminó por la zona, llamándola por su nombre sin éxito. Me temí lo peor mientras caminaba por la zona durante una hora. De pronto, salió de un escondrijo cubierta de ceniza y hollín y vino corriendo hacia mí moviendo el rabo. Saltó a mi regazo, me lamió la cara y luego se tumbó boca arriba mientras yo le rascaba la barriga y lloraba.
“¡Buena chica, Thumper!”, le dije una y otra vez. “¡Lo lograste!”
Llamé a Ross de inmediato.
“Su casa está bien. Sus animales están bien, ¡y tengo a Thumper!”, exclamé.
Hubo un momento de silencio, y después Ross empezó a repetir “No puedo creerlo, no puedo creerlo”.
“Ahora mismo se la llevo”, dije. Subí a Thumper a la parte de atrás de mi auto de alquiler y salí hacia la ciudad, mientras ella jadeaba con aspecto confuso.
Ross esperaba sentado en la vereda, fumando un cigarrillo cuando llegué a la gasolinera. “¡Aquí estamos!”, exclamé.
Él se levantó aturdido, y apenas abrí la puerta cuando Thumper salió corriendo hacia él. Fue un momento de pura alegría.
“Anoche soñé que la casa ardía y podía oírla chillar mientras se quemaba”, me dijo Ross tras darme un gran abrazo.
“No puedo creerlo”, repetía mientras acariciaba a Thumper, y me miró con lágrimas de agradecimiento en los ojos.
Por ahora sigue siendo un hombre sin hogar que vive en su auto, pero al menos tiene algo de paz mental sabiendo que su casa sigue en pie y Thumper está a su lado.