Una de las modas más recientes y potentes que he experimentado en la política, el trabajo social y el liderazgo en los últimos años ha sido la moda del empoderamiento. Con esto quiero decir la tendencia de “darle a la gente las herramientas para que se desarrollen por sí mismos”. Así, un Estado debe “enseñar a la gente a pescar” en vez de “darles un pescado”, cederles el poder de decisión y entregarles las piezas necesarias para armar un mejor futuro. La empresa privada, por su lado, debe ofrecerle a sus empleados oportunidades de aprendizaje para que puedan superarse y subir peldaños en la escalera del éxito.
Todo este planteamiento tiene argumentos de mucho peso, y pinta un panorama sumamente atractivo. El problema del empoderamiento es, en mi opinión, filosófico. Para plantearnos empoderar a la gente, debemos asumir que algunos de nosotros tenemos algo que otros no tienen; conocimientos, herramientas, capacidades. Este pensamiento es sumamente común en la cultura occidental, y en Latinoamérica es un resultado claro y obvio de una historia colonizadora, inquisidora y misionera. El niño trata a otros como fue tratado, y nosotros -herederos de una u otra forma de la colonia- también buscamos colonizar.
A riesgo de sonar más liberal de la cuenta, el Estado debe entender que su rol, más de traspasar poder o entregar herramientas, es quitarse del camino. El poder no nace en el Estado, el poder nace en la ciudadanía y luego es cedido al Estado. El presupuesto nacional no nace en el Estado, nace en la ciudadanía y es entregado al Estado mediante impuestos. El Estado no es un fenómeno de la naturaleza, es el resultado de un contrato social y puede ser modificado por quienes redactan dicho contrato; los ciudadanos.
Cometemos constantemente el error de subestimar o menospreciar a nuestros conciudadanos. Creemos que ellos necesitan de nuestras herramientas, de nuestro empoderamiento. Nos creamos un esquema vertical en el cual nosotros desde arriba ayudamos a quienes están abajo. La realidad, creo, es distinta. Personas talentosas, ambiciosas y apasionadas se consiguen en todos lados, independientemente de las estructuras socioeconómicas. Lo mismo pasa con las personas apáticas o desmotivadas. Considero que desde el Estado, desde la empresa y desde cualquier iniciativa social, el acercamiento no debe ser enfocado a dar. Si queremos ayudar, debemos primero escuchar, entender, canalizar el talento que ya existe, en vez de ofrecer el nuestro. Y si una persona no desea ser ayudada, dejarla en paz.
Un último comentario sobre el Estado. El Estado no es, ni debe ser, benefactor. Hacer regalos desde el gobierno a la ciudadanía es demagogia. Garantizar las condiciones de salud, educación, infraestructura y seguridad no es un favor que le hace el Estado a la ciudadanía, es el trabajo que debe hacer para ésta. El Estado -y muy especialmente el Presidente- no es el jefe, es el más empleado de los empleados. El Presidente no tiene 27 millones de seguidores, tiene 27 millones de jefes.
Opino, tal vez ingenuamente, que todas estas consideraciones son importantes de cara al futuro cercano; al 6-D. El proceso de reconciliación nacional que indudablemente es necesario para plantearnos un mejor futuro depende en gran parte de nuestros esquemas mentales a la hora de acercarnos a nuestros conciudadanos. ¿Queremos que todos los sectores de la población se unan y escuchen? Dejemos de pensar en vertical, dejemos de pensar en nosotros empoderar a otros, y entendamos que el poder no es de uno u otro para dar. Aprendamos a escucharnos.
Carlos M. Egaña