Pietro cierra un ojo como si mirara a través del visor, apunta durante un instante y… ¡bum!, dispara. Instintivamente desplaza los hombros hacia atrás, como impulsados por el impacto. Lo escenifica tan bien que parece que tiene realmente un fusil entre las manos y que acaba de volar la cabeza a alguien, publica El Mundo de España.
MÒNICA BERNABÉ/El Mundo de España
Es lo que hizo una y otra vez durante un año en Kosovo y dos más en Afganistán como francotirador del ejército de Polonia. Ahora está en la plaza de San Pedro, en el Vaticano. uno de la decena de polacos totalmente alcoholizados que duermen cada noche bajo uno de los soportales de la avenida de la Conciliazione, los que se encuentran en el acceso a la oficina de prensa de la Santa Sede. Por allí pasan cada día miles de turistas y acuden docenas de periodistas. Todos con la vista puesta en el infinito, sin mirar lo evidente.
«Piotr. Nacido en 1967», dice exactamente el documento de identidad del francotirador, y no el nombre de Pietro con el que él se presenta. En la fotografía del carné aparece con la cabeza completamente rapada y posado serio. «Me gustaría explicar todo lo que me ocurrió en Afganistán», murmulla, «pero el ejército polaco no te permite hablar». Por eso, justifica, se echó a andar. Se hizo peregrino para no pensar en la carcoma que lleva dentro. Pero ni en las puertas de la plaza de San Pedro ha conseguido la llave que lo saque de ese infierno.
Cada noche en los alrededores de la plaza del Vaticano duermen al menos medio centenar de personas que, como Pietro, descendieron al abismo y ahí siguen. Ni la considerada misericordia del Papa Francisco, ni el hecho de que la plaza de San Pedro sea uno de los lugares más visitados del mundo, parecen servir de mucho. Porque ya no se trata de ser pobre, sino de que no se te vaya la cabeza.
Paula se acomoda en cuanto anochece en una silla de plástico junto a una de las cabinas telefónicas que hay en la calle Corridori, a pocos metros de las columnatas de la plaza del Vaticano. Es una mujer regordeta, de mediana edad, que afirma ser del sur de la provincia de Buenos Aires. Cuando se habla con ella, parece cuerda. «Llevo seis meses en Italia. Vine a buscar trabajo, pero todo está bien emplomado», relata. Vamos, que no hay manera de encontrar empleo.
Paula está allí, junto al teléfono, con el auricular en la mano durante horas. «Hablo con la familia en Argentina. Llamo por la noche porque me sale más barato», argumenta. Pero en realidad no conversa con nadie. «El primero de julio de 1975, 25, 26, 27, 28, 29…», repite la mujer como una autómata en una enumeración sin fin, en la que sólo su mente sabrá qué cuenta.
A pocos metros, un joven escuálido de poco más de veinte años, con barba rala y pantalones de chándal desaliñados, mueve los brazos como si cazara moscas. Se llama Joe y es de California. Es lo poco que se le puede sacar en claro. Se muestra huidizo, y no habla ni una palabra de italiano. Sólo inglés.
«El confín entre problema social y salud mental es difícil de delimitar», declara Angelina di Prinzio, responsable del Servicio de Emergencias del Ayuntamiento de Roma. Porque ¿quién se queda sin casa y no pierde la chaveta? Y una vez loco, ya es casi imposible salir del pozo.
La representante municipal recuerda también que Italia aprobó en 1978 la Ley 180, también conocida como ley Basaglia, en alusión al psiquiatra italiano Franco Basaglia, que promovió esta legislación y un movimiento intelectual y político en el país que se oponía al internamiento de enfermos mentales en contra de su voluntad. «Se les podría forzar a someterse a un tratamiento sanitario obligatorio, pero sólo si su situación pusiera en riesgo su vida o la de otros», aclara la encargada del Servicio de Emergencias, en referencia a las personas con trastorno mental que pernoctan en los alrededores del Vaticano.
Giampiero di Leo, presidente de la Federación de Comunidades Terapéuticas y Psiquiátricas del Centro de Italia, lo dice con otras palabras: «Sólo se les podría ayudar si cometen un delito o pierden el conocimiento». En definitiva, Pietro debería liarse a tiros o caer en coma etílico. «Con la escasez de recursos que hay, el servicio de salud mental se limita a atender a las personas que realmente tienen posibilidades de reintegrarse a la sociedad», añade Di Leo. Y no parece que sean precisamente aquellas que duermen al raso.
«Tenemos ocho unidades móviles de atención en la calle: seis diurnas y dos nocturnas», sigue detallando la responsable municipal. Eso para todo tipo de emergencias de la capital italiana, no sólo para la indigencia. Unas 8.000 personas carecen de un lugar donde dormir en Roma, según cálculos de Cáritas y la Comunidad de Saint Egidio. El Ayuntamiento reduce esa cifra a unas 1.400 apenas.
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