Hay actos del Estado que, en lugar de conquistar la espontánea atención de la ciudadanía, motivan su rechazo. Digamos que, por su frecuencia, ella delega su realización en los altos funcionarios, mientras la vida colectiva ha de proseguir su natural y necesarísima marcha, bastando su difusión radiotelevisiva de mayor alcance y efecto pedagógico, si es lo que se desea.
Difícil fue acceder a la ciudad capital en días recientes, debido a los eventos que genéricamente conocimos como los de Juana La Avanzadora, contando con una importante movilización oficialista desde el interior del país, y teniendo por eje la sede del parlamento y el Panteón Nacional. Prácticamente paralizada la Caracas ya afectada por el inoportuno y prolongado cierre de su principal autopista, los actos contribuyeron a la escasa movilidad del tránsito vehicular y peatonal, vedada la circulación por numerosas calles y avenidas.
Los empleados públicos nuevamente se vieron obligados a acudir, debiendo firmar al llegar y al salir por ante su superior inmediato que, responsable de su “tropa”, ha de responder a su jerarca y, así, sucesivamente. Además de la regular cotización al partido de gobierno, se ven forzados a asistir a cualesquiera actos o eventos proselitistas, agradecidísimos por contar con un empleo en un país realmente de desempleados, importando poco la atención a los ciudadanos que acuden a las oficinas públicas en horas que deben ser laborables.
El servicio público también convierte en prisioneros políticos a quienes – sencillamente – aspiran a un decente desarrollo profesional, pero se encuentran prontamente extorsionados por enteras razones políticas e ideológicas. El poder establecido aspira a que sea el Estado el único empleador de toda la República, por lo que, quienes tienen la fortuna de hallar un cupo o de sobrevivir para salvar la jubilación, deben ser fieles, obedientes y nada deliberantes, a sus empleadores.
Por lo demás, quedan muy atrás experiencias como las del Seniat, el Metro de Caracas, PDVSA o el propio Congreso de la República, entidades originalmente normadas por una independencia política, cuyos elevados salarios guardaban fiel correspondencia con el mérito de un desempeño eficaz, convincentemente profesional y cada más especializado, con todas las fallas que en nada se parece a la catástrofe de ahora. Son muy escasos aquellos que desean hacer carrera en esas entidades francamente contaminadas y distorsionadas por el PSUV, impuesta la supervivencia porque … peor es nada.
A quienes se les ocurra expresar alguna molestia, quejarse por las largas colas en la búsqueda de alimentos y medicinas, faltar a las citas partidistas, apenas insinuar el caos administrativo que caracteriza a toda oficina pública, simplemente lo despiden y, aunque no haya las causales estrictamente legales, dudan con sobrada razón en encontrar a algún inspector del trabajo o juez laboral que escuche su llamado a la justicia. Por supuesto, menos si hay un sindicato que no arriesgue sus relaciones con los jerarcas de turno.
Los empleados públicos, los otros presos políticos, condenados al silencio y “ejército de reserva” para el partido de gobierno, aguantan silenciosamente la crisis que sacude al país, evitándose deslizar alguna opinión – por decir lo menos – contrastante, en las redes sociales. Entienden que el voto es secreto y de lo único que puede enterarse el jefe es si fue a votar o no, por lo que – haciéndolo – confían en que la oposición pueda liberarlos en el marco de una transición democrática.