Es normal marearse cuando el camino está lleno de curvas y para que eso no nos pasara, nos aseguramos de sentarnos en la parte trasera del autobús, para que el aire nos diera de golpe. Habíamos esperado entre cinco y seis horas para poder subir al transporte, pero el ánimo del viaje nunca disminuyó en esa fila que avanzaba con pasmosa lentitud. Al contrario, el mar se volvía urgencia cada minuto que pasaba. Queríamos llegar a Choroní, ese pueblo en la costa de Aragua que se adivina por sus colores. De allí, seguiríamos a Chuao y Tuja, otros pueblos con sus playas a punto para extender las carpas y la curiosidad. Viajaelmundo.com
Ese era el plan que habíamos trazado a la manera de hoy en día: conversando en un grupo de Whatsapp. Cuatro viajeros fuimos acumulando la emoción de conocernos, viajar por algún lado de Venezuela y contarlo. Así que cuando Gustavo, Eduardo, Yoendry y yo nos abrazamos en el terminal de autobuses fue como si nos conociéramos desde siempre. Entonces, todas las ocurrencias se nos dieron sin el menor esfuerzo y todas las respuestas a cualquier pregunta salían atropelladas e interrumpidas por alguna otra cosa que queríamos contar. El viaje había comenzado mucho antes de encontrarnos.
Quizá para cuando el autobús estaba dando la última curva ya todos sabían lo mucho que me gusta la salsa, aunque no sé bailarla o el porqué de mi manía de viajar siempre sola. Que ahora fuésemos un grupo no me preocupaba en lo absoluto; todos llevábamos en la mochila la curiosidad, el afán de recorrer caminos, de observar. “No se puede viajar con cualquiera”, leí alguna vez y eso es tan cierto como las ganas que teníamos de quitarnos el calor del cuerpo comiendo un helado de coco o de cacao mientras caminábamos por el pueblo y esperábamos, pacientes, a la lancha que nos llevaría hasta Chuao ya casi al final del día.
Cuando partimos de Puerto Colombia en la lancha de El Lobo ya la nube negra se veía venir sobre nosotros. Las olas intimidaban un poco y el mar de tan azul se veía casi negro como para dejarnos claro su profundidad. La lluvia, que duró todo el trayecto de 20 minutos, fue como un bálsamo. Nos refrescó y dio fuerzas para caminar hasta el final de la playa de Chuao buscando una zona despejada en la que se pudiera acampar y eso hicimos, pegados a la montaña y al estruendo de las olas; alejados de cualquier otra cosa aunque no del ruido que llegaba de la fiesta del pueblo y que se quedaba con nosotros hasta casi el amanecer.
Chuao es una suerte de desprendimiento, un andar sin tiempo. Nunca supimos a qué hora nos dormíamos ni en qué momento el sol nos sacaba de las carpas para disfrutar del silencio y las olas, de ese despertar leve que solo es posible con los pies llenos de arena, frente al mar. Fue en la orilla de Chuao donde comimos arepas calientes y preparamos huevos revueltos con tortillas de harina, donde nos dimos un baño refrescante después del atardecer, donde a plena noche jugábamos con las luces de las linternas a lanzarnos hechizos a lo Harry Potter, o donde otra noche nos asustó un ruido y descubrimos unos cachorros escondidos en una cueva. Al día siguiente de eso y no recuerdo en qué momento exacto, la única perrita que quedaba llorando de frío y miedo se había colado en nuestras emociones y, decididos a no dejarla, le pusimos de nombre Cacao y se fue con nosotros a continuar el viaje.
El nombre no podía venirle mejor. En Chuao -que en lengua indígena significa “caribe”- hay sembradíos de cacao criollo desde hace más de 400 años y no es una exageración cuando nos cuentan que es el mejor cacao del mundo. Adivinamos el olor mientras vamos caminando por el pueblo y llegamos a la iglesia, mientras nos maravillamos con las casas de colores y el sabor de una empanada caliente y profusa que nos dio ánimos para comenzar el día. Digamos que a estas alturas ya hemos dejado las mochilas en algún chiringuito de la playa a buen resguardo y que nos hemos montado en un camión para ir al pueblo y buscar el camino hacia el Chorrerón: una cascada de 71 metros que cae como una gloria y que está a dos horas de Chuao, justo donde estábamos decidiendo si podíamos hacer el camino solos o buscar un guía, que es casi lo mismo que decirle a alguien del pueblo que te lleve entre las piedras y los caminos de la montaña.
Para llegar al Chorrerón hay que cruzar el río 21 veces y para cuando cruzamos la primera, supimos que ya estábamos perdidos, que la casa de referencia no era esa y que antes no habían perros amarrados impidiendo el paso. Nos devolvemos, avanzamos, nos sentamos y uno del grupo decide no hacer la travesía y prefiere esperarnos en la playa hasta nuestro regreso. Se va y alguien nos dice que el cruce del río es más adelante y nos vamos, como quien se va a conquistar el mundo para luego descubrir que el camino tampoco es ese, que hay que devolverse, que el correcto es más angosto y quizá regresamos a tiempo para escuchar a un grupo que venía soltando alaridos como en la selva, que sí iban con un guía al que ya le habían avisado que andábamos por ahí cruzando el río por donde no era. El guía nos cobijó, pero ya cuando faltaba poco para llegar a la cascada se olvidó de nosotros y poco importaba porque el instinto nos fue indicando el camino, tal y como ocurrió a la vuelta que la hicimos en soledad y escuchando a Milky Chance hasta que la batería de la corneta se agotó.
No tengo el talento natural para subir montañas o treparme en piedras. Me canso, camino lento y me fallan las piernas y la espalda, pero hay ciertos lugares como este al que solo puedes llegar de esa manera y me parece una pérdida de tiempo no ir hacia tanta belleza. Dos días antes de escribir esto leí que “viajar es cambiarle la ropa al alma” y entiendo que eso es precisamente lo que hago cuando me reto a mí misma a desandar los caminos que no me gustan. Por eso, cuando en cierta parte de la ruta sentí ganas de llorar -y no porque la cuesta fuese empinada-, supe que la naturaleza estaba haciendo su trabajo: conmovernos hasta llegar a esa parte de uno mismo a la que no nos gusta enfrentarnos. Nunca había tenido un baño de río tan necesario.
A pesar de eso, uno no debería cometer tal improvisación: cruzar el río a nuestro antojo, me refiero; porque es evidente que todos los caminos se parecen y es probable que vaya uno a parar donde no es. Pero lo hicimos, y al final del día con el cuerpo lleno de agua dulce y tras un atardecer dorado, decidimos que seguiríamos el camino hasta Cepe -otra playa, otro pueblo-, pero como nadie quiso llevarnos porque la fiesta en Chuao seguía, volvimos a nuestro refugio al lado de la montaña, al final de la playa, al final del cansancio de ese día.
Caminar toda la playa de Chuao, con las mochilas a cuestas, era una tarea que asumíamos con lentitud y silencio. Y cuando esa mañana cubrimos el sendero una vez más para esperar que El Lobo nos buscara en su lancha, nos lanzamos a la arena a descansar como quien se lanza al vacío y nunca, como en otro instante del viaje, fui consciente de todos los sonidos que teníamos alrededor: el vaivén incesante de las olas, los tambores lejanos, el chocar de las botellas, la risa de los niños que juegan sin orden y sin hora, el rumor del río consiguiendo al mar, el buenos días de los pescadores arrastrando las palabras, algún motor que no enciende, otro que sí y que hace que la lancha se vaya lejos con varios curiosos en ella. La tarde anterior había descubierto, casi sin querer, cómo en Chuao llevan el ritmo en el cuerpo; se les mueve solo al escuchar el repicar del tambor o la clave de una buena salsa. Se me antoja pensar que le bailan al sol, al mar, al río, al cacao, a sus propias vidas que se viven a otro ritmo y circunstancia.
En fin, cuando El Lobo llegó por nosotros ya habíamos pasado mucho rato imaginando cómo sería ver a Tuja en vivo y no tras el azul de las fotos que revisábamos con ahínco. Iríamos hasta allá porque sí, pero también porque el buen Pedro Di Palma, deParaíso Choroní nos daría unas clases de Stand Up Paddle y él, que ya se conoce las olas de Aragua, sabe que Tuja es un buen punto porque el agua es más tranquila, más azul, más paraíso. En el camino de Chuao a Tuja (unos 35 minutos) nos vamos contando la vida y coincidimos con otras viajeras que van por ahí con la curiosidad intacta como uno.
Tuja está escondida entre las montañas, lejos de la furia de las olas aragüeñas. Un bote abandonado, las palmeras, la cercanía del río, el juego de sus niños, hacen que se convierta en un idilio. Quizá no debería haber tanta basura hacia la parte de atrás de su paisaje. El camino lógico sería almacenarla y que alguien se encargue de llevársela al menos dos veces a la semana, pero no sucede. Así que mientras estamos allí recogemos lo que se puede, le limpiamos la fachada para hacerle honor a su orilla transparente y turquesa desde la que se divisan algunos corales, desde donde se ven que saltan los peces y los pescadores acomodan sus redes. Me gusta Tuja, y me quedo bajo la sombra de sus palmeras. Mi viaje ha entrado en pausa y todo se vuelve contemplación.
Por eso, cuando Pedro nos dice que ya es hora de irse al agua con la tabla y el remo, lo hago con la energía de quien ha descansado lo suficiente frente al mar. Después de una breve clase teórica, intentamos replicar los movimientos en el agua. Siempre quise hacer Stand Up Paddle y no me importó caerme todas las veces que intenté ponerme de pie. Pedro iba atrás, dándome indicaciones, pero yo caía al mar como si de eso se tratara el deporte. Quizá mi logro más contundente fue volver a subir a la tabla todas las veces y descubrir una habilidad temprana para el kayak porque, al cabo de un rato, decidí que estaba bien quedarme sentada sobre la tabla y remar.
Nada fue más divertido que intentarlo y quedarme dentro de la calidez de las aguas de Tuja. Cuando regresé a la orilla, conseguí acomodo y no quise moverme más; solo para conversar, solo para reír. Y cuando todos dijeron que subirían el cerro para ver qué tal la vista o que irían a los pozos del río después de caminar quince minutos por la montaña, no quise moverme, sino dejar que la naturaleza y la quietud del mar me siguieran removiendo por dentro. Tanto, que se me convirtió en fiebre y andaba yo sentada en la orilla improvisando una cena con suéter y medias, pero segura que el viaje estaba logrando su cometido: el de exponernos y transformarnos con absoluta sencillez.
En Tuja tampoco se sabía de horas y mucho menos cuando al mismo sol le tocaba trepar el cerro para poder despertarnos. Nos llegaban primero la risa de los niños que pasaban por delante de las carpas corriendo y jugando, la voz de Cachete cuando decía que tenía tres años y su llanto cuando se golpeó sin querer. Nos despertaban sus aventuras, esas que los hacían ir del río al mar, buscando quién sabe qué o el sonido contundente de los tambores, el festejo y los gritos de alegría después de una buena pesca. Nos despertaban las olas; Cacao y su inquietud; el sonido lejano de un gallo cantando en el jardín de quién sabe cuál casa de Tuja.
No sé cuánto tiempo pasamos dentro del mar, ni cuántas historias nos contamos ni siquiera esa noche que nos quedamos medio dormidos mirando las estrellas como diversión absoluta. Lo que sí sé es que nos despedimos con melancolía de ese turquesa que nos arropó dos días con sus noches; que sin irnos, ya queríamos volver a ese pedacito de caribe venezolano que nos había seducido por completo.
La travesía de regreso a Choroní la hicimos en silencio, haciendo una que otra foto y contemplando el cielo que ese día tenía muchas ganas de lucirse. Todo iba ocurriendo con lentitud, mientras desandábamos ese camino que ya habíamos recorrido con entusiasmo días atrás. Una empanada, la malta fría, otro helado, el calor, la fila en el terminal, las curvas de la carretera y nosotros al final del autobús durmiendo, cantando o las dos cosas al mismo tiempo para llegar al mismo sitio donde nos habíamos saludado para iniciar el viaje. Todo volvía a su lugar. La mochila llevaba ropa sucia, arena y un poquito más de experiencia, la que te da el irte por ahí a ver mundo, de emocionarte y querer regresar a contarlo con la más sincera de las emociones.
PARÉNTESIS. Por favor, pasen a ver las otras visiones de este viaje contadas por Gustavo, Yoendry y Eduardo. Lo bonito de conocer destinos con otros viajeros es cada quien lo percibe de manera distinta, pero todos vamos con el mismo fin: contarles que esto es un pedacito de Venezuela, que es nuestro y debemos cuidarlo, que no hace falta ser millonario para llegar y que siempre aguardan historias maravillosas // Para recibir las clases de Stand Up Paddle con Pedro Di Palma, lo pueden llamar al (58414) 4818282, pero también síganlo en su cuenta de Instagram@paraisochoroni que coloca muy buena información y unas fotos alucinantes // Aunado al problema de la basura, los pescadores de Cepe, Tuja y otras islas están enfrentando el problema de ser robados por piratas quienes se llevan los motores de sus lanchas y los dejan imposibilitados para trabajar. Se están organizando para intentar hacerle frente.