Desde las oficinas de The New Yorker en la planta 38 del One World Trade Center, construido sobre la sombra de las desaparecidas Torres Gemelas, el escritor Jonathan Blitzer me indica: “Mira hacia el Norte”. Abstraído hasta entonces en la desembocadura resplandeciente del Hudson, sigo el dedo que señala ribera arriba, entre los rascacielos. “Se dice que Manhattan vive de cara a sus calles y de espaldas al río, pero este viaje te puede demostrar lo contrario”. ElViajero.elpais.com
Basta con pasear por la ribera oeste para darse cuenta de que el Hudson es un río generoso, capaz de abrir la ciudad al cielo bajo el que empequeñecen las torres de Manhattan, y las de Jersey, en la orilla opuesta. Hay parques construidos sobre antiguas dársenas, niños en sus juegos, deportistas que se detienen en jardines donde se despliegan sillas y fuentes hospitalarias, cafés para la puesta de sol, muelles para embarcaciones de recreo. Un cartel nos informa de que, unos metros bajo el agua, viven caballitos de mar.
Vamos a la nueva sede del Museo Whitney de Arte Americano, inaugurada la pasada primavera en la confluencia de la calle Gansevoort con los muelles del Hudson. Allí se enclava un enorme trapecio dominado por el cristal y concebido por el arquitecto Renzo Piano. El nuevo Whitney está diseñado para disfrutar del arte y del río. Entre sus ocho plantas, las tres últimas cobijan las colecciones más importantes de la pintura estadounidense del siglo XX, distribuidas en espaciosos muros donde el visitante se suspende ante el magnetismo de Rotkho, una fábula paradójica de Man Ray, la quietud de Hopper o el retrato desolado de George Tooker sobre el metro de Nueva York. Espacios para descansar la mente son las terrazas de las tres plantas, al lado este, desde donde contemplamos el crucigrama de la ciudad. Al otro, hay galerías que miran hacia el río, el agua mansa donde se funde el aire iluminando doblemente las cristaleras del Whitney.
Justo al pie del museo comienza un parque ejemplar para la arquitectura urbana, el High Line, que se despliega a lo largo de dos kilómetros sobre una antigua vía de ferrocarril 10 metros por encima del suelo. Sobre las calles de Chelsea y sus galerías de arte tenemos otra perspectiva de las avenidas atestadas de tráfico bajo nuestros pies. Anuncios y grafitis se exponen en lugares inéditos para captar la atención de los paseantes de altura. Pasamos entre estrechos jardines y fuentes. Donde la vía se ensancha hay puestos artesanales y músicos. A la izquierda nos sorprende el ondulado edificio IAC realizado por Frank Gehry. Al final del trayecto el sol se derrama sobre el Hudson y el enjambre de vías de Penn Station. Y en la calle 34 tomamos el metro en dirección a Harlem.
Un ábside segoviano
Desde la parada de la calle 190 avanzamos hacia Tryon Park rodeados por una frondosa vegetación. Los bosques pueblan también la otra orilla. No hay noticia de la imparable ciudad en la que, sin embargo, permanecemos. Árboles altos, río apacible. En lo alto de una colina se levanta lo que parece un monasterio, The Cloisters, la sede del Metropolitan Museum dedicada al arte de la Edad Media. Proyectado por el arquitecto neogótico Charles Collens y financiado por Rockefeller, el edificio incorpora en su estructura piezas de coleccionistas como George Grey Barnad, que supo traer a Nueva York lo que Francia y España descuidaban al principio del siglo XX. El edificio terminó de construirse en verano de 1936. Allí los muros recogen frescos de San Pedro de Arlanza o del valle de Arán, o el ábside de la capilla segoviana de Fuentidueña, entregado en los años cincuenta a cambio de las pinturas murales de San Baudelio de Berlanga, ahora en el Museo del Prado. Las diversas salas concretan los sueños de cualquier medievalista: vidrieras, capillas, bóvedas, claustros, espacios rematados con fragmentos procedentes de los Pirineos o la Toscana. Un lugar de retiro y contemplación que sugiere la presencia de fantasmas monacales escapados de las maravillosas piezas, cuya nacionalidad será una incógnita hasta leer la cartela explicativa.
Una última síntesis de arte y río: hacemos una excursión a Beacon, una hora al norte de la ciudad. Allí se levanta la Fundación Dia, cuya estructura diáfana permite la iluminación natural de obras colosales de artistas contemporáneos como Richard Serra, Louise Bourgeois y Sol Lewitt. A través de las cristaleras la naturaleza se convierte en parte del museo. Es contemplada y nos contempla. El Hudson corre ahora salvaje entre bosques y colinas. Un río inagotable de energía creadora. Y no queremos marcharnos, aferrados a las palabras de Frank O’Hara, uno de los mejores poetas de esta tierra: “En tiempos de crisis todos nosotros debemos decidir, una y otra vez, a quién amamos”.
Ernesto Pérez Zúñiga es autor de la novela La fuga del maestro Tartini (Alianza).