cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
Octavio Paz
Palabras que cortan
Dicen que soy un poeta, no estoy tan convencido de serlo y en el supuesto negado de merecer semejante distinción sería por causas más primitivas y feroces: mis palabras no embelesan, mis palabras cortan.
No soy un escritor de silencios ni de pausas, tampoco de lamentos, no escondo ni escudo mis corajes con figuraciones de aire. No soy de aire, sangro.
Los tiempos impuestos por la lepra chavista tampoco admiten andarse con eufemismos ni rebuscadas mariqueras. Yo no pierdo mi tiempo, voy al grano, o mejor, hundo mi dedo sin clemencia en las heridas abiertas del chavismo y me regocijo al verlos chillar, retorcerse de ira, doblarse de impotencia y de tristeza ante mis palabras.
Como ocurrirá en este texto.
El chihuahueño Carvajalino
Me gusta usar al yonqui Pedro Carvajalino (zurda konducta) como esparrin de boxeo. Me acusan de abusar de él, pero la realidad es que el dopado se empeña en que le meta sus zarandeadas y yo se las doy con gusto. No miento, me divierte. Es como caerle a patadas a un perrito chihuahueño por fastidioso y llorón. Lo persigo y persigo hasta que se arrincona y aúlla, hasta que se chorrea.
Reconozco que cuando lo acorralo y doblego -al chihuahueño Carvajalino-, cuando lo tengo en la lona, mordiendo polvo, chillando de pavor -gritándome “difamador” “bruja” “maluco”-, pidiéndome pruebas de nobleza, le sobo la cabecita y las orejas puntiagudas, y lo dejo ir. Lo indulto.
Al fin y al cabo soy conservacionista, detesto el maltrato de animales, por más que sean mascotitas del régimen. No soy de aire, soy humano, también siento lástima.
El problema es que mis expresiones a veces parten en pedazos, rajan. Son ellas -mis palabras- las que hay que acusar de conspiración, son ellas las prófugas.
Yo soy inocente.
Los hijos de -la palabra– “puta”
En la jungla “narcochavista” hay que abrirse camino con un puñal metafórico en la boca, liberarse de la maleza socialista con una machete de alegorías bien afilado y sacudirse de las víboras con un hacha.
Sé que mis palabras cortan, que hienden heridas profundas entre los apestados por el chavismo pero no tengo otro remedio que usarlas. Probablemente, como Verlaine, Artaud o Baudelaire, y pese a mi inocencia, soy más maldito que poeta.
Por ejemplo, en estos días otra garrapata del chavismo -Fidel Madroñero (¿parece o no una garrapata?)- insultó a una periodista y le dijo que él no tenía “pruebas” de que ella fuera una prostituta (una puta).
Y pensé: ¿cómo habría de tener pruebas? No las tiene. Ella no es una prostituta, ella es una mujer que cumple con el más difícil de los oficios en tiempos de dictadura: el periodismo. Además, en Venezuela sabemos que la única “prueba” para determinar si una mujer es puta o no son sus hijos (sus sobrinos, sus ahijados…), y de ese tipo de hijos (sobrinos y ahijados) está poblado el chavismo.
La maldición de la palabra puta es que es muy cruel con sus hijos, los reconoce y señala.
¿O no, Diosdi?
Le ruego a mis editores y a mis lectores que no se ofusquen, recuerden que lo mío es poesía, aunque inconclusa o maldita, pero poesía. Una poesía que no embeleza; una poesía que corta.
No insulto, sólo me abro camino -con palabras- en la jungla narcochavista.
Sin ir muy lejos y a modo de ejemplo dos insignes latinoamericanos, Octavio Paz y Gabriel García Márquez, han sido premiados con el Nobel de literatura y han empleado el término “putas” con desparpajo.
El primero -Paz- por hacer que esas “putas” que son las palabras “chillen”. El segundo -García Márquez- por narrar la memoria de la tristeza de las putas y su vida dispendiosa.
Yo no me meto ni con las palabras para hacerlas chillar ni con las mujeres dispendiosas para develar su tristeza, no sería capaz, yo escribo sobre algo más llano, sobre los hijos de -la palabra- “puta” porque la sabiduría popular venezolana -y su lenguaje poético que corta- los ha identificado como prueba viviente de la maldad.
¿O no, Diosdi?
Los chorreados
Otra palabra elocuente del imaginario popular venezolano que me tomo la licencia poética de emplear es “chorreado”. Esta palabra no corta; embadurna, mancha, muestra la pestilencia del miedo.
El chorreado en Venezuela es un hijo de -la palabra- “puta” que se sabe acorralado y perdido, que pese a comportarse como un estridente perrito chihuahueño (histérico, chillón, rabioso) entiende que está a punto de morder el polvo y vacía -su esfínter- por la hediondez que le produce el pánico
En realidad no soy yo quien los acorrala y persigue, no soy yo quien los atormenta ni patea con maldiciones poéticas, yo soy inocente, es un pueblo que está harto, que ha despertado en medio de una ruina nacional y que está dispuesto a votar y movilizarse, pase lo que pase, para liberarse del chavismo y su pestilencia.
Hay razones democráticas -no sólo poéticas- para estar chorreado, la memoria triste de los hijos de -la palabra- “puta” está por escribirse.
Y será muy pronto…