Luis Pérez Oramas: La sociedad venezolana ha banalizado el mal (entrevista)

Luis Pérez Oramas: La sociedad venezolana ha banalizado el mal (entrevista)

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Luis Pérez Oramas retratado por Romina Hendlin

 

¿Dónde nos quedamos cortos los venezolanos? En la cultura, en las tradiciones y costumbres democráticas. Nos refugiamos en el humor negro y creemos que con nombrar, hacemos. Éste es el país donde unos son más iguales que otros gracias al autoritarismo. Es la bola de nieve que rueda por la pendiente desde el pico Bolívar, creciendo en forma de desaciertos y paradojas interminables. Nos ha hecho falta representarnos más allá del mito y la leyenda.

Por Hugo Prieto | Costa del Sol 93.1 FM





Luis Pérez-Oramas, historiador, curador de artes visuales, Doctor en Ciencias Sociales y profesor universitario, ha presentado una tesis novedosa como ensayista en la prensa venezolana. Sus escritos, recopilados en forma de libro (La República baldía, editorial La Hoja del Norte), ponen de manifiesto, precisamente, nuestra incultura como el gran obstáculo que nos ha impedido construir una modernidad democrática, un Estado “independiente de la persona que encarna el poder” y hasta la propia convivencia republicana. El intercambio de preguntas y repreguntas se efectuó a través del correo electrónico.

El título de su libro es de por sí una increpación a los lectores. La República baldía. ¿De qué adolecemos? ¿De instituciones republicanas? ¿De prácticas institucionales? ¿De una incapacidad secular para construir un país medianamente viable? ¿De una combinación de estas tres cosas?

Cuando regresé de Europa, luego de mi primera estadía fuera del país, en plena crisis bancaria (finales de 1993), mucha gente me dijo que estaba loco. Me encontré con un país obsesionado con su propia “anormalidad”, con sus “carencias”, con sus “estigmas”. Quisiera decirte que Venezuela es un país normal, un país como la mayoría de los países del mundo, en el ahogo de sus encrucijadas. Pero no lo sé. Entonces, me empeñé en verlo así, en recordarme que esa permanente pesadilla por ser ideales, es lo que nos ha llevado a no querer aceptar lo que somos: una comunidad agónica, como todas las comunidades. Creo que sería injusto si dijera hoy que Venezuela es un país “normal”: sería injusto con el sentimiento de que hemos entrado en un abismo indetenible de desconexiones, ingobernabilidades, suspicacias colectivas, sospechas de unos contra otros, precarización brutal de todos los encuentros, de todos los tejidos sociales que nos constituyen.

Se habla del “viernes negro”, del “caracazo”, pero la crisis financiera del año 94 también pudiera ser un punto de quiebre del acuerdo social.

“La República baldía”, el ensayo que le da título al libro, era simplemente una advertencia de recién llegado, ante lo que parecía ser una crisis en potencia. No creas que me alegra constatar que aquellas palabras se hicieron verdad con el tiempo, y que la realidad las sobrepasó. En cuanto al libro, esta compilación de ensayos, yo te diría que yo no quiero increpar a nadie y que, sobre todo, no me quiero excluir a mí del diagnóstico de nuestras agonías y desastres: somos todos parte de ello, todos somos responsables, unos más, otros menos.

No advierto, por ninguna parte, una señal de que “queramos aprender colectivamente de esta crisis”, como dice en el libro. Sencillamente hay un hastío o un descontento, pero “ningún deseo de interpretar la crisis o de aprender a resolverla como parte de la vida cotidiana”. ¿A quién le corresponde esta tarea? ¿En qué espacios podría fructificar?

Obviamente nos corresponde a todos. Han reaparecido “notables” y esa manía tiene que acabarse: estamos siempre esperando a un profeta, a un intérprete, a un caudillo. El asunto es aprender a constituirnos como comunidad y aprender a permanecer en esa decisión: eso es lo que se ha resquebrajado, o lo que nos han resquebrajado. Especialmente cuando se generan formas discursivas, y peor aún, instancias de exclusión según las cuales unos son “niches” y otros “gente linda”, unos patriotas y otros escuálidos. En ese sentido nunca terminaremos de pasarle a Chávez la factura de la división, incluso si todos contribuimos a ella: su política fue siempre una política de la enemistad. Como buen militar sólo sabía identificar a sus enemigos.

Hablamos desde la superioridad moral, como si el otro no fuese parte de nosotros. ¿Cuál sería la razón?

La manía de disociarnos, de hablar del país como si fuese otro, y eso nos ha destrozado la posibilidad de decirnos en plural.

¿Si lo que estamos viviendo no se trata de una crisis sino de una larga decadencia, qué tendríamos que hacer?

A mí nunca me ha gustado la palabra “decadencia”. Ella supone que hubo una edad de oro que nunca, a Dios gracias, hemos tenido. Yo creo que los venezolanos supimos producir una democracia moderna pero no hemos sido capaces de producir una modernidad democrática. Con lo cual tampoco hemos sabido producir una verdadera república y sobre esta carencia republicana se ha asentado el autoritarismo, el personalismo, el populismo, la apropiación del espacio público para unos pocos o para un partido. Todos y cada uno de nuestros proyectos modernos han sido por lo tanto medianamente autoritarios, con lo cual la modernidad no supo ganarse a sus dolientes, condenándose a la ruina, o al abandono y al olvido. Nuestra crisis no es, pues, ni fundamentalmente política, ni económica, ni social sino propiamente cultural: nos ha hecho falta representarnos realmente, más allá del mito y de la leyenda, en un contrato ciudadano que sólo dependa de la decisión en conciencia y que no genere exclusiones.

Aquí siempre ha habido un afán de imponer “un proyecto político, un plan nacional”, desde arriba. De llevarnos a un mundo mejor, casi nariceados.

Nuestras élites (todas eurocéntricas) hemos sido —y somos— profundamente ignorantes: ciertamente más ignorantes que el pueblo llano que, como decía Bergamín, posee siempre la sabiduría de la infancia en su voz viva analfabeta. Pero como no hemos logrado representarnos, existe una escisión permanente entre nuestros mecanismos discursivos y la realidad: hemos sido y somos formalistas, y nominalistas hasta la náusea: creemos que con nombrar, hacemos. Finalmente no hemos sabido generar autoridad en igualdad, no hemos sabido construir autoridad en el marco de nuestro igualitarismo, que es algo positivo, interesante. Al igualitarismo le hemos opuesto el autoritarismo, y viceversa, hasta que vinieron a encarnarse, ambos, como un híbrido monstruoso, en la persona de Chávez.

Sospecho que esa simbiosis que encarnó Chávez de forma negativa no podría reproducirse de forma positiva. ¿O mejor nos olvidamos de que puede haber un Chávez bueno?

Es mejor que no se reproduzca. Nunca. Ciertamente no queremos más autoritarismo. Tenemos que generar autoridades reales, cívicas, respetuosas. Y tenemos que reinventar nuestro igualitarismo.

Cita el mensaje de “celeridad” que anunciaba y proclamaba Mariano Picón Salas en 1936 —un año clave en la historia de Venezuela—, que consistía, ingenuamente, en la posibilidad de “llegar más rápido al tiempo de lo moderno, amén de no sé qué voluntarismo y abundancia”. ¿De ahí la precariedad del Estado venezolano? ¿De ahí la proverbial improvisación e inoperancia? ¿De ahí la inutilidad de la renta petrolera como pivote para diversificar la economía?

Veamos, yo he escrito páginas acerbas contra esa manía de la celeridad, y cada vez que lo he hecho me viene la certeza de que no había remedio, de que era inevitable. Tras siglos de miseria acumulada e ignorancia —se nos olvida a los venezolanos lo profundamente pobre que fue esta nación, con brevísimas y abruptas interrupciones, consumidas en el fuego de la violencia, hasta la llegada de la industria petrolera—, pero ante tanta miseria, digamos, ante tanta espera de tanta gente, ¿se nos ocurre pensar que había que ir lentamente, que había que “dosificar” la democracia y la modernización? Eso hubiese sido un exabrupto. Y cada vez que alguien intentó ese exabrupto —sobre todo nuestras dictaduras andinas— el efecto fue explosivo, aluvional. Ahora, tampoco hemos tenido conciencia de la temporalidad doble, a la vez insuflada de impulsos modernizadores y determinada por anacronismos inevitables, que nos constituye. Y es allí que la “celeridad” se manifestó como un autoritarismo modernizante, ahí está el detalle, como diría el gran Cantinflas.

¿Y el detalle que caracteriza al Estado?

En Venezuela el Estado no ha llegado a existir plenamente. Es decir, cada vez que lo hemos abocetado, ha sido arrasado por una idea de la política exclusivamente centrada en la idea (o en el deseo) de Poder y no en las prácticas e instancias de la administración pública: una vez más, la democracia fue en sus formas modernas, pero la modernidad –y el Estado, como instancia independiente de la persona que encarna el Poder- nunca fueron en sus formas democráticos.

No se ahorra críticas acérrimas acerca del papel que han jugado las élites y los intelectuales en las formas autoritarias que han prevalecido en Venezuela. ¿Qué llevó a las élites a ponerle alfombra roja a Chávez?

No sabría decirlo. Pero sí me gustaría mencionarte un rasgo persistente entre los intelectuales: somos “angelistas” (seres puros, que viven de señalar el mal en otros), y no cesamos de emborracharnos en nuestra arrogancia superior con la idea de una ciudad ideal. Yo he tratado de curarme en salud, entre otras cosas, porque la ciudad ideal es siempre un infierno. No me cansaré de repetir la frase de Agamben: “busquemos a la comunidad que viene como comunidad ordinaria”. Los intelectuales que le pusieron alfombra roja a Chávez son la mitad aduladores del Poder —siempre lo fueron—, la otra mitad ingenuos angelistas, y todos, más o menos voluntariamente, irresponsables políticos. Los intelectuales tenemos que empezar a aprender a ser ciudadanos ordinarios, porque hay mucho intelectual que capitaliza su “distinción”, creyéndose con ello un ciudadano extraordinario… ciudadano de excepción, estilo “notable”.

Partamos de la idea de que la forma de autoritarismo de Chávez era estilo light, por calificarla de algún modo, pero la de Maduro es francamente opresiva. ¿Era esto previsible? Y si es así, ¿Por qué las élites y los intelectuales casarían esa apuesta?

El autoritarismo es siempre el mismo; en nuestro caso uno era astuto, y manejaba perfectamente los hilos de la lógica del terror, es decir, amenazaba y luego aflojaba el puño para que le “agradecieran” los favores de la libertad; el otro es insulso y pleno de estulticia, con lo cual carece de esa perversa habilidad: uno era miope, el otro es ciego. Pero desde el momento en que se establece un régimen que actúa para hacer sentir a la comunidad que ésta le ‘debe’ su libertad o sus derechos, estamos mal: ahí las gradaciones no importan, porque lo peor ya está en potencia, e inevitablemente se impone. Digo: lo peor… se termina por imponer.

¿Cuál es la responsabilidad del hombre de a pie en todo este desastre? Dice que “los venezolanos, por una razón u otra, hemos sido criminalmente indiferentes ante lo que nos ha acontecido”.

Es muy difícil juzgar y yo creo que tenemos que hacer un enorme esfuerzo para que se haga justicia, pero también para ejercer una política de la misericordia. Mucha gente no ha tenido salida. La humillación me consterna, pero también me conmueve. No sé… la sociedad venezolana ha banalizado el mal. Todos lo hemos hecho. Hasta en nuestro humor negro, tan incorrecto políticamente. Esta banalización del mal es una constante. Lo digo por ahí: me siento privilegiado y agradecido por la educación que recibí de mis padres, que fueron los mejores que nadie puede soñar tener. Pero ¿por qué nadie me dijo que la pobreza hacía a Venezuela inviable? ¿Por qué no aprendí a escandalizarme con la pobreza como me escandalizo con el crimen? Los venezolanos tenemos que aprender a escucharnos, a leernos, a vernos, a esperar de nosotros lo mejor, no lo peor…a tenernos un poco de misericordia civil.

Tampoco se ahorra críticas sobre el papel que ha jugado la oposición política en Venezuela. Su accionar es inercial, su comportamiento es desde el poder (aunque sea sólo una aspiración o las migajas del juego electoral). Y últimamente, el silencio y la idea del cambio que implica y supone cualquier cosa. ¿No queda uno estupefacto con esta idea del cambio?

Lo que Chávez instaló en Venezuela es un régimen autoritario, una dictadura plebiscitaria como la ha llamado mi amiga y admirada Sandra Pinardi: una dictadura disfrazada de democracia formal. Es decir, un régimen vacío de legitimidad y pleno de legalidad, un exceso de leyes vacías de sentido moral. Es muy difícil, ante tal desmantelamiento, ante tal ausencia de balance, concebir una “oposición”. Pero no voy a excusarlos, porque al final aquella oposición abstencionista en 2005 fue la que terminó de entregar a Venezuela a su barranco. Yo quisiera escuchar de alguno de ellos, algún día, una palabra de contrición: un reconocimiento de su error. A veces me digo que hasta que no lo hagan no merecerán gobernarnos. Pero dejemos los excesos a un lado y seamos civilmente misericordes. Venezuela necesita una oposición que sepa centrarse en dos cosas: Justicia y República, es decir Justicia independiente del Poder y del gobierno y Estado Social Administrativo, no sujeto a los vaivenes de la política gobiernera.

¿El igualitarismo, que en ciertos momentos se reivindicó como una categoría positiva del venezolano, no se ha convertido en una mácula?

Ese es un tema complicadísimo. Yo sigo creyendo que el igualitarismo venezolano es, en potencia, uno de nuestros grandes capitales simbólicos y cívicos. Es lo que nos ha impedido creer que la historia era necesaria…Pero, al mismo tiempo, es lo que nos ha hecho creer que cualquiera puede conducirla, cuando en realidad la conducimos todos. Es decir, podemos hacer el elogio del igualitarismo para fundar una sociedad de justicia. Pero tenemos que denunciar la miseria del igualitarismo cuando nos impide reconocer las figuras de autoridad legítima.

Paradójicamente, al impedir el igualitarismo la identificación de la autoridad (no sólo política, por cierto, sobre todo moral, intelectual, etc.) sólo deja espacio para el autoritarismo.

¿No es curioso que los venezolanos hablen siempre en voz activa (con verbos transitivos incluidos), pero que siempre echen a soñar y aparezca la voz pasiva —la épica discursiva, la idea difusa de lo colectivo, la imposibilidad de lo público— como algo inaccesible?

Hay una cosa que me sorprende en el venezolano: nuestra relación con la historia es muy culpable, en general, nos constituimos como “víctimas” de nuestra propia historia y el capítulo del chavismo y del post-chavismo no va a ser una excepción, por lo que parece. Es una manera curiosa de “sacarle el cuerpo” a la responsabilidad histórica. Un país que sólo existe en función de un relato épico —troquelado por las dictaduras, por cierto, porque Bolívar fue un engendro narrativo de nuestros peores dictadores— se constituye en la historia como su víctima. No es una sorpresa si la imagen heroica por excelencia de la venezolanidad es Miranda echado en su Carraca… No sorprende tampoco, que nuestra relación con el pasado se efectúe fundamentalmente a través de la “nostalgia”, que es reactiva, y no a través de la “memoria”, que es productiva.

En la esfera de las finanzas, de los negocios, en los andenes del Metro y en la acera de enfrente, ya comienzan los transeúntes a pensar y padecer los rigores de una época de vacas flacas, pero con la apuesta de una recuperación en los precios del petróleo para volver a la abundancia. ¿Por qué no hemos podido romper con esta conducta secular de oportunismo militante? ¿Por qué al final del día culpamos al petróleo y hablamos del excremento del diablo?

Los venezolanos, como cualquier sociedad humana, somos muy creativos, pero no existe un lugar, en el cuerpo cívico de la nación, donde se reconozca, colectivamente, a la creación. Nuestra crisis, insisto, es de índole cultural, crisis de representación, de reconocimiento. Asdrúbal Baptista tiene toda razón cuando se enerva en recordarnos que el petróleo no fue un “milagro”, que el petróleo, la industria petrolera venezolana fue un prodigio de creación, inteligencia y trabajo. Pero, como decía el bueno de Galileo: e pur si muove, y los venezolanos nunca aprendimos a reconocer en el petróleo otra cosa que una “donación”, nunca aprendimos a ver allí el trabajo, la creación. Quizás por eso le fue tan fácil a Chávez desmantelar esa industria, regresarla a su estadio pre-moderno.

La imagen del fracaso, encarnado en Miranda, pintado por Michelena. La emancipación que llegó desde afuera, como precursora de una estrofa de Vuelva a la Patria, en tantos venezolanos exiliados. La convicción de un héroe. A uno le llega la imagen de Betancourt. ¿Y ahora qué? ¿Qué viene? ¿Una nueva complicidad entre modernismo y autoritarismo?

Yo rescataría a Betancourt, a pesar de tantas cosas, como una figura que hizo un esfuerzo personal de catarsis autoritaria para transformarse en un verdadero líder cívico y democrático. Es una figura fascinante. Pero no fue un héroe: quizá fue el primer caudillo que renunció al caudillismo, que renunció a la heroicidad para ser simplemente un líder-ciudadano ordinario. Pero no quiero caer en romanticismos, porque Betancourt, como toda gran figura política, está llena de claroscuros. Pero yo espero que vaya viniendo a nosotros una modernidad democrática, que nos permita reconocernos en autoridades (que no autoritarismos) verdaderamente republicanos. Y como dicen los ciudadanos de Amereida en la Ciudad Abierta chilena: que lo que venga a nosotros, permanezca como viniendo.

¿Qué nos dice la detención de los sobrinos de Cilia Flores sobre la descomposición, o más bien putrefacción, del poder y del Estado en Venezuela?

Este es el último de los escándalos. Ultimo e insólito. Pero, yo me pregunto, ¿Estamos de verdad escandalizados? ¿No sabíamos que Venezuela es el país de tránsito de la droga hacia Estados Unidos? No sabíamos que un Estado sin control es la cuna de toda la corrupción, de toda la violencia, la forma más organizada del crimen organizado. No voy a juzgar quién es culpable y quién no. Ya lo dirán los jueces. Pero, ¿No será esto un capítulo más dentro de la infame historia de venganzas y puñaladas internas por el Poder en Venezuela? Me pregunto, ¿Sucederá como siempre, que al aluvión de comentarios de actualidad le seguirá el olvido? Prefiero saber ¿Qué pasó con los familiares de Brito, en qué estado se encuentran los casos de víctimas de este régimen, por qué nadie nombra más a los presos políticos, por qué los escándalos surgen y desaparecen y no generan ningún efecto político consistente? Eso es lo que me enerva y me obsesiona. ¿Por qué nos hemos hecho un cuerpo sordo y de piedra con la piel delicada para el grito y la memoria muerta?