A Dios no se descubre ni se conoce de sorpresa. Siempre ha estado allí, dando su amor sin condiciones. Me dijo “te amo” con mi primer grito de luz. Inició sus lecciones en mis primeros pasos y le puso espinas a mi camino de rosas para entender el dolor.
No sé si para algunos la religión sea opio, apio o legumbre política, mientras sirva de muleta de fe para andar el sendero hacia nuestro Señor.
Quizá yo no allane mi discurso de versículos y pasajes bíblicos concurridos a mi mente de memoria o señale con un dedo enjuiciador al más despreciable pecador, garante de las llamas infernales. Sólo sé que mi padre eterno me dio la bienvenida al nacer con tantos regalos, que la vida no me ha alcanzado para agradecerle su consecuente y paternal amor.
Tal vez no me percato en demasía a comprender las malas intenciones de otros o de los rictus demoníacos o, si es verdad, que canciones escuchadas al revés llevan un mensaje satánico a las masas. No me paro a ver si el vecino tiene una manzana más roja que la mía. Prefiero ofrecerle un poco si no tiene, aunque jamás convidaría a que pruebe de algún fruto prohibido, pues cada quien tiene obsequiado desde el cielo el tan contundente poder de decisión.
No me visto con la indumentaria de sabelotodo o creerme sabio hasta de mi ignorancia. Sólo deseo compartir lo conocido quizá por fisgón o por haber tenido la oportunidad de aprender.
No veo a Dios como inalcanzable o que posea un dedo mancillador, pues está en cada uno de nosotros, dando luz para ofertar amor a nuestro prójimo. Me tiene sin cuidado si por moda algunos se hacen lazos en las barbas, si se la pintan de azul o la ponen en remojo, pues lo único importante es comparecer ante el Señor con el alma rasurada y con la humildad como convicción.
Ni siquiera sé si tendré el talante de responsabilidad para entregar consideraciones espirituales, que han pasado por la etapa de experimentación en el peculiar laboratorio de mi existencia.
Hasta al más ensoberbecido erudito las dudas le deben a diario, dar una golpiza racional. Simplemente Dios está ahí para nosotros. Más allá de las complacencias terrenales o de la variedad de pedimentos que podamos hacerle, nos enseña a colocar las piezas; a ensamblarlas en el camino hacia la verdadera vida y a edificar el muro de fe para evadir las tentativas del mundo.
No me detengo a reflexionar en la comprobación de la física cuántica, si Colón se rompió la crisma en su determinación sobre la redondez de la tierra o si extraños profetas predicen la destrucción mundial por la caída estrepitosa de un meteorito. Tan sólo sé que Dios me da lecciones de amor cada día y observo su presencia hasta en las cosas más sencillas.
No puedo entregar un sobre con la fórmula mágica del secreto de la felicidad o afirmar que la prosperidad es tener atiborradas las cuentas bancarias. Sencillamente vivo los grandes momentos como únicos y no me detengo en el pantano de la depresión o el pesimismo. No sé cómo evitar sonreír frente al alumbramiento de las buenas noticias y hasta desplomarme ante los aciagos hechos. Pero me recupero con el reconocimiento de contar con el privilegio del amor de Dios.
Valoro el volar de un ave, el cielo despejado y los recuerdos de la infancia. Todos son premios de nuestro Padre, quien me da la oportunidad de ponerle letras a las sensaciones de mi alma.