“La gente, esquelética, camina como espectros por la calle. Algunos ya se abandonaron. Permanecen todo el día tumbados en su cama, con la mirada fija, esperando su muerte“. Esta estampa, recuerdo del gueto de Varsovia, es la descripción que hace Ali Ibrahim a EL MUNDO, mediante Skype, desde Madaya, el epicentro de la hambruna en Siria.
La localidad, a bajo cero, sufre desde el pasado julio un cerco atroz a manos de las fuerzas gubernamentales.”Arrodillaos o morid de inanición”. La sentencia, escrita en un muro sirio remoto, es la condena a muerte que el presidente Bashar Asad ha firmado contra los 40.000 vecinos de Madaya, entre ellos 850 lactantes.
Rodeados por el ejército sirio, las milicias chiíes libanesas de Hizbulá y un cinturón de minas, huir es imposible. Lo intentó hace cuatro días Amal Diab, embarazada, junto a su hija de 14 años. El estallido de una mina a su paso alertó a los francotiradores, que las abatieron.
A Madaya, idílica, se la conocía como la novia de Siria por el manto blanco que la cubre en invierno, su multitud de manantiales en primavera y su riqueza frutal en verano. Pero hoy es un infierno donde 62 personas han muerto, en los últimos meses, por el hambre. Mientras prohíben la entrada de ayuda humanitaria, los asediadores venden el kilo de arroz a casi 300 euros, un precio impagable para la mayoría.
La alternativa es cualquier cosa. “Hay césped. Quedan algunos pimientos, que mezclamos con sal“, destaca Ali Ibrahim, activista opositor. “Cuando logramos arroz, lo hervimos al máximo para inflar los granos. Las hojas de morera son un manjar”. No tanto las hojas de olivo: “Recientemente una familia se intoxicó comiéndolas”. “Es un lujo poder comer cada tres o cinco días”, añade.
La desesperación por hincar el diente ha tumbado prejuicios. Una foto tomada allí muestra un coche con un cartel. “El antiguo dueño murió de hambre”, reza. “A la venta por 15 kilogramos de arroz o cinco litros de leche”. “Esta mañana un amigo me reconoció que había tenido que matar a un perro para alimentar a sus hijos“, explica Ali Ibrahim. “‘¿Cómo se lo van a tomar ellos?’, le pregunté. ‘No lo sabrán’, me respondió”.
La última ayuda humanitaria que la ONU introdujo en Madaya fue, el pasado octubre, una remesa de galletas. Caducadas. “Muchos enfermaron. Fue más un daño que un favor”, lamenta Ali Ibrahim. Los opositores, que piden ayuda urgente a la comunidad internacional, consideran Naciones Unidas tan culpable como Asad del desastre de Madaya. La acusan de no haber garantizado el cumplimiento total de un alto el fuego.
La mayoría en Zabadani, uno de cuyos distritos es Madaya, se alzó en 2011 contra Asad. Su situación estratégica, cortando una ruta crucial de armas desde el Líbano, motivaron interminables bombardeos para aplastar a sus ocupantes, especialmente por parte de Hizbulá. El pasado octubre, fruto de un pacto entre Irán y Turquía, se decretó un alto al fuego. Los rebeldes y sus familias dejarían Zabadani a cambio de evacuar dos pueblos pro-Asad, asediados por opositores, en Idlib.
“Se cumplió con las evacuaciones. Pero Asad, para castigar a los opositores, incumplió con la permisión de proporcionar ayuda a Madaya”, denuncia Orouba Barakat, una activista en Turquía. “La ONU no tiene tropas para disciplinar a Asad, quien insistirá en la rendición de todos los combatientes [de Madaya], usando el hambre como arma”, opina Joshua Landis, experto en Siria. Ali Ibrahim critica: “Eso incumbe a milicianos. Los civiles no tienen por qué pagar el pato”.