– ¡Hola! ¿Quién eres? ¿Quieres hablar? – dijo la mujer desnuda que al amanecer se apareció en el marco de mi puerta.
Las pequeñas estrías se asomaban alrededor de sus nalgas como sutiles arañazos que surcaban su piel canela. Allí estaba Zafiro, quien quería conversar a ratos de sus cosas, solo a ratos.
Acababa de llegar hace pocos instantes al apartamento. Estaba impasible, tranquila, solo acompañada de una sonrisa de media luna y un cigarrillo en sus labios.
Mi atención se desvió y con la mirada la recorrí palmo a palmo, delineé sus muslos y así subí a través su cintura y paré por dos segundos en la cicatriz debajo de su seno derecho, producto de alguna mala cirugía.
Esa “Eva” que estaba allí no se parecía en lo más mínimo a la mujer que salió anoche de la residencia que compartía con una amiga en común, ubicada en unos edificios viejos de la avenida Libertador, en Caracas.
Esa mañana, parada frente a la puerta, Zafiro no era ese monumento maquillado con seis tonos de sombras en los ojos, un vestido a rayas semi formal sin espalda que hacía juego con las medias cabareteras hasta la entrepierna, el liguero negro que llevaba debajo y la navaja que se camuflaba delicadamente a la altura de su cadera.
Ayer era como una especie de garota, cubierta de aquella bisutería escandalosa, que siempre engaña a algún incauto. Hoy es solo una muchacha con tantos miedos como los tuyos o los míos.
En ese momento era realmente un Zafiro y no Yajaira Loreto**, la gochita de 26 años y piel tostada, quien quería charlar, comer y caminar descalza contoneándose por toda la residencia, mientras el condominio se las arreglaba con el agua en el edificio y también porque afrontémoslo, le gustaba toda la atención.
Ese día, mientras esperábamos para partir de la residencia al interior del país, paseamos por el repertorio de clientes de Zafi. Fue allí cuando vi las grietas en ese espejismo de risas histéricas, cuerpo trabajado, cabellos tratados y quizá una que otra lágrima al descuido.
Zafiro no es como tú o como yo. Ella no tiene ni horarios, ni labores convencionales. Su jornada termina a las 6:00 am o 7:00 am, cuando llega a veces descalza y pintorreteada de su salida anterior. Otras ocasiones entra sigilosa al apartamento, con el cabello húmedo por la ducha del motel o también con algún moretón ocasional, un poco difícil de disimular.
Con Zafi aprendes una que otra cosa. Comprendes que las “sesiones” con sus clientes van por hora y puede cobrarse en bolívares, que esto oscila desde Bs. 5.000 hasta 12.000, claro si quieres algún servicio especial. Si gustas de algunos “masajes”, los costos varían según el gentilicio, al igual que la protección.
Si es un masaje griego puede ser con protección, mientras que si es ruso, la cosa puede cambiar. En cuanto al francés, pues, según la damisela existen sus reservas, lo que no pasa realmente con hindú o el inglés. Los juguetes no vienen incluidos en el paquete, pero si le das buena espina, ella se podría dejar.
Su teléfono de trabajo es un objeto sagrado entre todas las cosas. Nadie sabe que ella posee un número aparte que promociona en una que otra página web. Va con ella encima todo el tiempo, casi como la navaja que siempre le cuida. Ella tiene una doble vida, doble identidad. Zafi podría ser tu prima, tu amiga o quizá la chica que tienes al lado en tus clases de estadística en la universidad.
Al final de la tarde supe de “Mario”, ese cliente opulento no convencional, aquel que le paga 100 dólares por cada juego, cada sesión. Ese hombre que se fascinaba con el boxeo y le gustaba seguirlo y aplicarlo en todo momento… en el cuerpo de Zafiro.
Y Zafi, que no tiene esquina para descansar entre los asaltos, ni un referí que interceda por ella, sigue recibiendo ganchos al hígado, dislocándose la mandíbula y saboreando un poco de su propia sangre, mientras pierde a ratos la conciencia, solo a ratos.
Con estas historias, las horas se hicieron pocas entre las anécdotas que habían a su alrededor. Como la particularidad de “Oscar”, que le gustaba disfrazarse con las ropas de Zafiro mientras estaba con ella en sus sesiones.
Sin embargo, esa noche no hubo llamadas, salidas o clientes.
Y Zafiro, que hoy estaba de descanso, se sentó desnuda en el umbral de la ventana, con las rodillas al pecho y una mirada ocasional al horizonte. Allí disfrutó y dialogó con su cigarrillo mientras lo degustaba, quizá pensando a ratos que esto terminará algún día. Solo a ratos. (Por Benito Camelot/lapatilla.com)
**Los nombres de los personajes que aquí se reseñan fueron cambiados para proteger la identidad de las personas que realmente participaron en esta historia