Fernando Núñez-Noda: Inmortalidad, te quiero, no te quiero…

Fernando Núñez-Noda: Inmortalidad, te quiero, no te quiero…

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Como las verdades individuales difieren tanto de las sociales, cada ser humano termina siendo un componente del inconsciente colectivo, una percepción para los demás y, por ende, una especie de mito.

Cada persona vive su vida como quiere pero su porvenir en la mente de los demás a veces ni se asemeja a lo que fue y, menos, a lo que hubiera querido que fuese.

Ciertos individuos, como el escritor Wolfgang Goethe, pensaron esto y trataron de preparar ellos mismos su imagen póstuma, su legado, su propio “mito” hecho historia. La Inmortalidad(1991), novela de Milan Kundera, refiere que hay quienes trabajan arduamente para aclarar cosas desde ya, acumular evidencias físicas, documentar los propios pensamientos… todo por un legado, algo que dejar a la mente indescriptible del mañana.





Goethe fue uno y Beethoven otro. Según la novela del checo una rivalidad entre ambos los llevó a interferir en forma sutil, en la “inmortalidad” del otro… con consecuencias que sólo el lector puede concluir. El caso es que muchos han querido modelar su imagen futura (o creer modelarla) de acuerdo con su mitología personal.

La “mitología personal” tiene algo que ver con la museología, es decir, el investigar, documentar, curar y exhibir piezas selectas de la cultura para que sean apreciadas socialmente. El mito es la historia personal (la museología del yo), tal cual querríamos que expresara nuestro universo. Es un ejercicio inconsciente de recreación, construida a sabiendas o no.

Uno va a muchos museos a conocer personas, no sólo obras. Sus uniformes, sus objetos personales, sus hebras de cabello. La megalomanía de unos o la adulación de otros reúne pertenencias de los líderes o gobernantes mientras están vivos: escritos, fotografías, cabos de tabaco, incluso banalidades como servilletas con marcas de pintura labial. ¿El objetivo? Preparar una exhibición futura.

Partes de La Inmortalidad se refieren a una museología propia. La cuidadosa construcción de una imagen posterior, de una identidad-en-los-otros cuando seamos nada. Esto es fascinante porque revela una exquisitez del egoísmo o del ego a secas: la precaria fabricación de una trascendencia o, al menos, de un comienzo.

A ésta se le suele llamar la “inmortalidad personal”, que vive en otros aún cuando su protagonista ya no esté entre los vivos.

Consideraciones

Físicamente, la medicina ha sido un (tímido aún) acercamiento a la inmortalidad, por medio de la prolongación de la vida (y la esperanza de vida misma, que ha pasado de escasos 30 años en épocas prehistoricas hasta más de 80 en países como Japón). La medicina, la biología y ciencias conexas registran y sistematizan conocimientos sobre el cuerpo humano y su entorno, lo matematizan hasta donde sea posible. Cada día se sofistica este conocimiento, descifra un flagelo y le caen dos o tres nuevos.

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Se generan instrumentos, medicinas y regímenes que mejoran cada vez más el rendimiento de nuestra infraestructura frente a los embates del tiempo. ¿Nos hará eso inmortales? Algunos científicos afirman que sí, en algún momento del futuro ¿Este siglo, el siguiente, falta mucho? Otros se pronuncian, más bien, por una sustancial prolongación de la vida que puede superar las centenas de años.

Otro grupo señala que el cuerpo humano tendría que evolucionar miles de años para adquirir esas capacidades, pero cifran esperanzas en la cibernética y la biónica que subyace bajo los “cyborgs”, es decir, humanos con componentes artificiales de altísima tecnología que compensen, sustituyan o repotencien la evolución del homo sapiens (que alcanza +4 millones de años desde los primeros primates bípedos).

El autor Ezekiel J. Emanuel, en un artículo de The Atlantic, explica porqué quiere despedirse a los 75 años. No es la capacidad de prolongar la vida sino el estado actual, bastante incipiente todavía. Una derrota al cáncer, por ejemplo, le daría un empujón. El desarrollo de la nanotecnología hará maravillas y así sucesivamente.

La religión y la filosofía han interpretado la inmortalidad desde muchos ángulos. En la epopeya asiria de Gilgamesh, de 4.000 años de antigüedad, el guerrero homónimo busca la inmortalidad tratando de intuir la voluntad de los dioses, envuelto en innumerables aventuras.

Los antiguos faraones la cultivaron, la vislumbraron y vaya que armaron su propia museología (con libro de ruta y demás). En la América precolombina tampoco fueron extraños los mapas de ultratumba para Incas y Mayas. No sabemos si algunos llegaron a la Casa de Ra o a las cuevas del Dios L, pero ciertamente muchos aterrizaron en museos de El Cairo, París o Caracas.

Los budistas ven un ciclo eterno de vida-muerte pero no como premio, sino producto de no lograr el Nirvana, de no aprender, lo cual nos obliga a empezar de nuevo el ascenso-descenso. De larva a campeón olímpico, de cocodrilo a Gary Kasparov y luego ¿a bacteria de nuevo?

La mitología griega castiga la insolencia de Sísifo con un eterno e inútil ciclo de energía potencial y cinética. Sube la piedra, suelta la piedra. Sin fin. Y los cristianos, ya sabemos, le dan a los pecadores una eternidad de martirios en las pailas ardientes del Averno.

Y tantos otros, poderosos o no, se refugiaron en la religión para alcanzar la vida eterna. Para el cristianismo, por ejemplo, la inmortalidad no es privilegio de los poderosos sino una recompensa que Dios le otorga a cualquier humano por su fe y adoración al creador, a su Hijo y a su credo. “Quien crea en mí vivirá para siempre”, dice Cristo en el Evangelio de Juan.

Nietzsche hablaba del “eterno retorno”, una teoría indostáncia que predice que en su eterno ciclo de destrucción y recreación, el universo tarde o temprano volverá a repetir el ciclo actual, de modo que en intermitencia, cada quien vivirá por siempre de la misma forma. Incluso sin saberlo. La reencarnación de las religiones hinduístas ve la inmortalidad como un reciclaje en la forma de vida, que mejora o degrada, pero continuo en un perpetuo cambio.

Ludwig Wittgenstein, el genio vienés del Tratado Lógico-Filosófico, apela a la esfera psicológica: “Si la eternidad significa, no la duración infinita temporal, sino la ausencia de tiempo, entonces la vida eterna pertenece a aquellos que viven en el presente”.

JL Borges la llamó “la eternidad del instante”.

Tres frases:

• “La reflexión es el camino hacia la inmortalidad (nirvana); la falta de reflexión, el camino hacia la muerte.” Buda
• “Desear la inmortalidad es desear la perpetuación de un gran error.” Arthur Schopenhauer
• “La manera de ser inmortal es morir todos los días.” Thomas Browne

La inmortalidad obligada

Si hay quienes lo considerarían un privilegio, examinemos leyendas y creencias que presentan el no-morir como un castigo o como un don que se transforma en tormento. “Tengo miedo de no morir”, advertía el inefable Borges. “No quieres inmortalidad porque lo dudas, sino porque le temes”, afirmaba por su parte el gran Francisco De Quevedo.

A Caín Dios lo castigó de muchas formas, una: vagar por el mundo. Otra: construir la primera ciudad. La leyenda dice que Dios lo mantuvo vivo, condenado a deambular per sécula seculorum. De allí derivan arquetipos como el del judío errante, que algunos folcloristas conectan con el atormentado vástago de la primera pareja. En otra versión Cartaphilus se burla de Cristo camino a la cruz o simplemente rechaza ayudarlo y es condenado a recorrer el mundo, sin objetivo concreto.

Borges (siempre Borges) le da al personaje un giro insuperable en “El inmortal”, un relato del libro Ficciones (1941). (Advertencia: se hacen menciones del desenlace del cuento). Un centurión romano se pierde en el desierto. Al borde de la muerte halla un riachuelo, bebe de sus aguas. Era el famoso río que, según Homero, otorga la inmortalidad.

Al lado de la corriente se yergue la imponente pero abandonada Ciudad de los Inmortales. Encuentra una entrada y luego de perderse por largas horas en un laberinto de piedra, al final llega a la abandonada ciudad y cuenta:

Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.)

Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión enorme de antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de los atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó.

La magnífica pero abandonada (y ulteriormente absurda) Ciudad está rodeada de trogloditas que vagan en la inmensidad de arena, una raza que come serpientes crudas y desconoce (o ha olvidado) el lenguaje. Un troglodita en especial sigue al héroe del relato como un perro y éste le pone por nombre Argos, el can de Ulises en La Odisea.

Al final, para sorpresa del oficial romano y sacudida del lector, los trogloditas son los inmortales, quienes hastiados de su condición, abandonan la magnífica ciudad y se tumban en las arenas del desierto a hacer nada, sin expectativas, sin maravillas. Uno tenía una barba de varias décadas, otro no se había movido en años. Y para ponerle la tapa al frasco, Argos, el troglodita que se adhirió al protagonista como un perro es nada más y nada menos que el mismísimo Homero.

Luego de deambular por edades medias y modernas, parece que Joseph Cartaphylus murió hacia finales del siglo XIX, dejando un manuscrito que Borges transcribe. Versiones del errante, si no Caín, al menos de su estirpe.

Un cuento mío habla de la apuesta, primero, y luego del pacto entre un genio de lámpara arábico y su “cliente”. Allí uno de los dos es “condenado” a la eternidad o a una longevidad ridículamente larga.

Como ven, hay muchos ejemplos en la tradición, la religión y el folklore. Hasta la cultura popular los refleja.

Los dioses, por naturaleza, son inmortales pero en la Grecia antigua podían morir. La teocracia hebrea por su parte reconoce eternidad en todo ente superior, léase de ángel hacia arriba. Quizá por esa “garantía de origen” se le hace tan difícil a Dios destruir a Satanás y se plantea en el Nuevo Testamento cristiano un Armagedón, un equivalente universal de la Guerra Mundial.

Más conocida es la epopeya de los vampiros y su “superestrella”, Drácula. Maldito por Dios, el antiguo guerrero balcánico no moría, pero tampoco tenía una vida muy libre que digamos: el suelo húmedo de Transilvania le era indispensable, así como la protectora oscuridad de la noche o la vitalida de la sangre ajena. En la mitología hollywoodense incluso rechazaba enérgicamente cruces y ristas de ajo, que para entonces estarían en cada esquina.

Al final Drácula muere (solo para que la cultura popular lo reviva en una próxima versión).

En un ensayo sobre viajes en el tiempo menciono que:

Hay un film, un tanto subestimado al principio, pero que ha ganado prestigio con el tiempo: Día de la Marmota, de 1993, protagonizado por Bill Murray. Yo esta película no me canso de verla. En vez de un viaje, ocurre allí una permanencia en el tiempo. No importa qué hiciera (incluso matarse), ni cómo lo terminara… siempre amanecía en la misma cama, a la misma hora, en el mismo exacto día, el cual podía cambiar pero no evitar que se reiniciara ad infinitum. Es un ciclo desesperante, que le hace vivir muchas vidas sin salir del mismo día y le cambia el mundo para ¿siempre? Al final siempre transcurrió el tiempo, porque el protagonista cambió notablemente.

Puede ver un trailer en español doblado en España.

Vivir para Siempre

Otro relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en la iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata, y una vez al año se mueve.

De JAMES GEORGE FRAZER, “Bolder and Beautiful” vol. I (1913).
(De la Antología de la Literatura Fantástica de Borges, Bioy y Campos)

Así, amigos, entiendo que muchos se queden con la modesta pero predecible mortalidad de los agnósticos…

Epílogo

Tal vez la inmortalidad sería invariablemente insoportable para cualquiera. Muchas culturas prefieren los ciclos, para que la evolución o la transmigración no nos transformen en judíos errantes.

Ahora ¿tengo una posición al respeto? No, todavía. Me parece tan incebiblemente larga que ya habrá tiempo si ocurre y no importará si no. Me entrego a lo que la vida tenga deparado. La nada absoluta también es una posibillidad, aunque le tengamos tanto miedo.

Por los momentos, sea lo que queda o apenas el punto de un prólogo, me fascinan cuántas visiones distintas apuntan a la terrorífica posibilidad de seguir y seguir y seguir. Para bien o para mal; en eras completas o sin fin; con premios o sin dotes; uniformes o progresivas…

Para mí solo seguir, por los momentos, sería suficiente…

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ILUSTRACIONES: Lúdico.