Con frecuencia nos llegan historias similares. Esta vez dos de ellas captaron mi atención: La de lo sucedido en las proximidades de Altamira, acá en Caracas, y la de lo acontecido en la Universidad de Carabobo. Dos ladrones, sin relación el uno con el otro, fueron atrapados in fraganti por grandes grupos de personas cuando consumaban sus felonías, y fueron vapuleados por decenas de ellas. Fueron pateados, golpeados con puños, pies y con cuanto objeto contundente estuviese a disposición de la turba.
“¡Desnúdenlo! ¡Desnúdenlo!”, gritaba a coro la masa enardecida, en ambos casos. Imagino que, como Facundo Cabral decía sobre los Generales, que sin sus charreteras y sus emblemas pierden toda autoridad y mando, el pueblo sabe que un malhechor solo, desnudo y desarmado pierde todo su poder sobre nosotros. Deja de atemorizarnos, deja de ser un peligroso malandro para convertirse en un ser débil y disminuido, las más de las veces hasta más débil física y mentalmente que cualquier otra persona. Quitarles las armas y la ropa en esos actos de justicia por propia mano es el epítome simbólico de un acto vindicativo de la ciudadanía en el que ésta, hastiada de impunidad, equipara su fuerza con la del delincuente, lo humilla, se iguala con él y lo revela como una persona que, desprovista de sus insignias de miedo, pierde su halo de peligrosa invencibilidad.
Las razones por las que esto pasa son muchas, pero la principal es la pérdida de fe en el sistema penal. Quien decide recurrir a la violencia para solucionar cualquier conflicto que derive de la interacción con otros seres humanos, desconociendo con ello siglos de lucha civilizatoria por la primacía de la Ley y por la vigencia del Estado de Derecho, lo hace movido por la impotencia que le genera saber que ninguna instancia formal del Estado, ni la policía, ni la Fiscalía, ni los tribunales, ni las cárceles, está dispuesta o tiene la capacidad necesaria para lograr que la justicia se imponga ante la inclemente realidad de la delincuencia desbordada. En situaciones tan dramáticas como las que vivimos en Venezuela, donde son asesinadas cerca de 70 personas al día como promedio, y el margen de impunidad supera en estos casos el 95%, el consciente, es decir, la mente racional y lógica, pierde la batalla ante el inconsciente, nuestra mente más primitiva, que toma el timón de nuestros actos movida por el más ancestral de los instintos: El de la propia supervivencia.
También estos “juicios y condenas sin juez”, y esto es algo que el Poder complaciente e inútil normalmente no ve, estos linchamientos y tomas de justicia por propia mano son una poderosa demostración de rebeldía y de desacato expreso, frontal y brutal a la autoridad. El mensaje que envía la turba es el del hartazgo, y más allá, el del desconocimiento de los límites impuestos por quienes no han sabido hacerlos valer y respetar. Y es lamentable, pero lógico, que así suceda. Cuando llevamos varios lustros sometidos a unas autoridades judiciales, policiales y fiscales que no se ocupan de los delincuentes ni de velar por la seguridad de todos, sino que empeñan todos sus esfuerzos en encarcelar y neutralizar a quienes no lo son, promoviendo además la más absoluta impunidad cuando del crimen verdadero se trata, llega un momento en el que el cántaro se rompe.
Pero hay algo aún más grave: La reivindicación, primero por parte del Poder, que bastante que se ha valido de ella, por acción y por omisión, pero ahora a cargo de la ciudadanía hastiada, de la violencia irracional como mecanismo incontrolable e incivilizado para la solución de los conflictos sociales.
Muy peligroso, es ese camino pues, parafraseando a los Iluministas del Siglo XVIII, la masa, cuando ejerce sin control de la Ley la autoridad, es el más cruel de los tiranos.
@HimiobSantome