Editorial The Clinic: El verdadero sentido de la revolución (cubana)

Editorial The Clinic: El verdadero sentido de la revolución (cubana)

Barack Obama Plaza de la Revolución Cuba (40)

 

Difícil describir el aire enrarecido que soplaba por la Habana Vieja la mañana del domingo 20 de marzo. Me recordó en algo ese nerviosismo que sienten los niños antes de que toque el timbre el primer invitado a su fiesta de cumpleaños, y moviéndose de un lado al otro, oscilan entra la dicha y el miedo a que no llegue nadie.

Por Patricio Fernández desde Cuba para The Clinic (Chile)

Todo era preparativos: un camión cisterna manguereaba las calles mientras un escuadrón municipal las escobillaba, otros daban los últimos retoques de pintura a la puerta descascarada de un edificio vecino a la Lonja de Comercio, otros deambulaban sin saber adónde ir. A la hora de almuerzo, el cielo estaba cubierto y no era difícil adivinar que en cualquier momento estallaría la lluvia. Muchas de sus arterias estaban cerradas, de modo que costaba salir del centro de la ciudad. La llegada de Barack Obama a Cuba, la primera visita de un presidente norteamericano en casi un siglo de historia, tenía la vida habanera convulsionada.

Tal como había sucedido en septiembre del año anterior, para la visita del papa Francisco, el gobierno procuró asfaltar las avenidas y pintar la fachada de todos los edificios por donde pasaría su invitado… aunque esos muros siguieran escondiendo ruinas por dentro. A las calles mejoradas para la llegada del pontífice, “la bola” les llamó Vía Sacra, y a las reparadas esta vez, Vía Obama. Pero sólo hasta ahí corresponden las comparaciones, porque si al Papa se le esperó sin mayores expectativas –a los cubanos la religión los tiene sin cuidado–, la llegada del “yuma” los tenía vueltos locos. A las obras en curso se sumaban las medidas de seguridad que trastornaron el tránsito y los recorridos del transporte público. Un buen amigo que vive en Regla y al que llamé apenas estuve en La Habana, me dijo que no podría verme mientras no se fuera “el compañero Obama”, porque el lanchón que comunica Regla con la ciudad estaría fuera de servicio hasta que se largara.

La confusión vial, sin embargo, no era nada al lado de la que había en la cabeza de sus habitantes. Fueron muchos los que irónicamente comenzaron a llamarle “compañero Obama” como un modo de manifestar su desconcierto. A las 4:15 de la tarde, cinco minutos antes de que aterrizara el Air Force One en la loza del aeropuerto José Martí, comenzó a llover.

Yo estaba terminando de almorzar en el restaurante El Del Frente, en un segundo piso de la calle O’Reilly, con la novelista Wendy Guerra, su marido el pianista Ernan López Nuza, el periodista Jon Lee Anderson, la editora Paula Canal (Anagrama), y en la mesa contigua, que a partir de cierto punto fue nuestra misma mesa, el artista plástico Carlos Garaicoa y Jorge Pérez (un millonario inmobiliario de Miami, hijo de padres cubanos y padre del Museo Pérez), y en el balcón que miraba a la calle, Saulio –el hijastro del cineasta Tomás Gutiérrez Alea, más conocido como Titón–, que según me dijo estaba desde la mañana bebiendo Bloody Marys. Todos bebíamos, en realidad, mientras el dueño del restaurante intentaba sintonizar un televisor con la pantalla granulada en la que difícilmente se reconocía la figura del avión moviéndose por la loza. No pudimos ver a Obama descendiendo por la escalinata, y lo cierto es que no fue mucho lo que nos perdimos, porque una vez que la relatora del evento declaró que “Cuba en pie y soberana recibió al presidente Obama”, y éste se subió a su limusina blindada conocida como “La Bestia”, el suceso desapareció de la programación televisiva. Los domingos no sale el Granma, pero el sábado la noticia de portada tampoco había sido su llegada inminente, sino la visita del presidente venezolano Nicolás Maduro y la entrega que le hizo Raúl de la más alta distinción existente en Cuba: la medalla José Martí. “La idea es no abrirse de piernas, dejar en claro que si bien estamos conversando, la Revolución no ha traicionado a sus verdaderos amigos”, me dijo Guillermo, un chileno que llegó como guerrillero y hoy ve con perplejidad el curso que va tomando esta historia.
Llovió fuerte esa tarde del domingo. Salvo el personal de seguridad apostado en las azoteas, esquinas, entradas de edificios, etc., etc., no eran muchos los que deambulaban por La Habana Vieja. El agua y la dificultad para desplazarse, además de esos aires dominicales que invitan al recogimiento, disuadieron a la población de salir al encuentro de esta visita ilustre e inquietante al mismo tiempo. Fuimos pocos quienes llegamos a los alrededores de la Catedral a ver cómo el primer presidente negro del imperio capitalista daba sus primeros pasos por la isla comunista. (¿Será posible seguir hablando así?) La ciudad estaba pendiente de él, pero no terminaba de entender si el deseo oficial era celebrarlo o condenarlo. Raúl Castro, sin ir más lejos, no fue a recibirlo al aeropuerto. Esa noche, la llegada de Obama ocupó algo más de un minuto en el noticiero central.

Todo cambió el lunes 21. Esa mañana, mientras desayunaba en la casa de Yarenis –donde la señora Ruth (que es donde me alojo normalmente) me envió esta vez, porque los dormitorios de su departamento estaban reservados hace semanas–, pasó un “autoparlante” anunciando que no podía haber carros en las calles, y que quien los tuviera debía guardarlos en el garaje, porque así lo exigía la seguridad del Estado. Esto último, lo de “la seguridad del Estado”, no lo decía el autoparlante, pero se subentendía. Al regresar, Yerenis me invitó a terminar el desayuno viendo la televisión, y a eso de las 10 de la mañana vimos a Obama atravesando la Plaza de la Revolución, con la imagen del Che como telón de fondo. Cincuenta minutos más tarde el presidente de los EE.UU. entraba al Palacio de la Revolución. En eso, Arleen Rodríguez, la conductora de Mesa Redonda, aseguró: “Lo importante es destacar que Cuba siempre prefirió el diálogo a la confrontación”. “¿Y qué dirá Fidel de todo esto?”, me comentó Mariela, “ya parece que nadie se acuerda de él”. “Yo no sé si me estaré poniendo bobo, pero no entiendo ná”, agregó Nolberto, su marido. “Yo estoy en pleno llantén –dijo mi amiga Rochi apenas le contesté el teléfono–, qué fuelte, no pensé que vería esto. Ojalá sea para mejol”.

Ya en la tarde de ese lunes 21, Obama era el dueño absoluto de la escena. No había cubano que no hablara de él. No había cubano que no quisiera verlo. Si normalmente en Cuba se trabaja poco, este lunes no se trabajó nada. La “radio bemba”, como ellos llaman a la información que corre de boca en boca, indicaba a la velocidad del rayo por donde pasaría la Bestia con el negro más famoso del mundo en su asiento trasero. Por Línea, por 23, por la 5ta Avenida, la gente comenzó a instalarse para verlo pasar. Lo que a comienzos de la Revolución sucedía con Fidel, acontecía ahora con Barack Obama. Me permitiré una digresión: llevo más de un año (desde el 17 de diciembre de 2014, en que ambos gobiernos decidieron restablecer relaciones) siguiendo este proceso, y nada parecido a esto había sucedido. La supuesta apertura que debía comenzar ese día, encontró aquí su cuaje definitivo. Me estoy adelantando. Tras dejar la Plaza de la Revolución, el presidente de los EE.UU. –el enemigo histórico de la justicia social y la redención de los pobres del mundo– se dirigió a la Cervecería Habanera, frente al puerto, frente al Cristo de Casablanca, a reunirse con los emprendedores de la ciudad. Y a cada uno de esos individuos que habían levantado un proyecto personal, les hizo saber que su empeño era una utopía posible. Que en su país se habían producido logros fantásticos en educación, pero que ahora había llegado el momento de explotarlos libremente. Les dijo que había que ser muy inteligentes para mantener andando los “almendrones”, y que EE.UU. quería ser socio de los genios capaces de tal proeza. Que llegarían los tractores Clever y los Starbucks y los cruceros transoceánicos para aprovechar y dar placer a tanto ingenio, y que era una vergüenza inaceptable que congresistas de su país continuaran defendiendo el embargo económico que les impedía desarrollarse. Entremedio echaba tallas de una cercanía y liviandad que los cubanos no están acostumbrados a ver en sus autoridades. “Yo ni me acuerdo de cómo sonaba el teléfono de antes”, les dijo para entusiasmarlos. No lo dijo así, pero lo dijo: “el mundo puede ser también de ustedes”. “Pero no quiero hablar –agregó–, quiero escucharlos”. (Wendy me llama y me dice que no para de llorar. Su peluquero acababa de salir en la tele hablándole a Obama).

El martes 22, a las 10 am, entré al Gran Teatro de Cuba Alicia Alonso. Al poco rato llegó la mismísima bailarina Alicia Alonso, que parecía completamente operada, una especie de monstruo de fantasía que al mover los brazos para saludar al público se convirtió en una gacela de cera blanda, horrible y encantadora. Pocos minutos después, el presidente Raúl Castro se instaló a su lado, y mientras el teatro de pie lo aplaudía, con la finura de los hombres de sexo ambiguo apuntó al escenario todavía desierto, como quien dice “Aquí la estrella no soy yo”.

Entonces entró Obama, que sin aspavientos hizo una oda a la democracia. No a los EE.UU., sino a la democracia. Citó a Martí: “Cultivo una rosa blanca”. Creo que dijo algo así: la traigo a Cuba como ofrenda de paz. “El año 59, cuando triunfó la Revolución, mi padre llegó de Kenia al que sería mi país”. Y de inmediato agregó: “Vine aquí para dejar atrás los últimos vestigios de la Guerra Fría en las Américas”. Y podría repetir otras muchas cosas que ya todos saben, pero sólo una que quedó rondando por la ciudad, una que volví a escuchar muchas veces por la calle mientras avanzaba hacia el Vedado por la Av. Neptuno, donde nadie es rico, donde todos luchan por la sobrevivencia, donde nadie habla inglés (y él lo dijo en español): “El futuro de Cuba tiene que estar en las manos del pueblo cubano”. Y allá cada cual si me quiere creer, pero esta frase quedó retumbando en todos los jóvenes de la ciudad. Esta visita del primer presidente negro en la historia de Occidente, volvió a sonar acá como una invitación a mantener vivo el verdadero sentido de la revolución. (The Clinic)

 

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